Como sistema integrado de formas simbólicas la cultura viene condicionada históricamente. Las perturbaciones del medio que inevitablemente se suceden, ya sea el natural o el social, alteran los estados de la conciencia, ponen en tela de juicio la pertinencia adaptativa de las concretas formas simbólicas heredadas y, en general, del sistema social en que se coordinan. Exigen cambios, promueven nuevas formas culturales de adaptación, producen nuevas formas simbólicas, nuevas representaciones sociales de la vida interior común.
Empero, no siempre es factible apreciar la existencia de causas exógenas que expliquen un cambio sociocultural. Ni cambios del medio natural, ni irrupciones de culturas foráneas en el sistema autóctono o un crecimiento demográfico que haga inoperante el sistema adaptativo cultural. En ausencia de factores exógenos de transformación, el sistema cultural debería ser incapaz de efectuar cambios sobre sí mismo. Y ello porque, al ser aprendido, el sistema de estructuración simbólica parece destinado a repetirse de generación en generación de no mediar un agente exterior que requiera su replanteamiento adaptativo. ¿Por qué y cómo pueden producirse cambios en las culturas en ausencia de estos elementos exteriores?
¿Cuáles pueden ser los elementos que promueven el cambio de naturaleza interna de la cultura sin una acción venida de fuera?
Antropólogos de la talla de Geertz, Goodenough, Lévi-Straus y Schneider, entre otros, plantean la importancia que cobra la presencia de la paradoja en un modelo armónico de relación entre cultura y sociedad. Tal y como la define su etimología, παράδοξα, parádoxa, es propiamente lo contrario a la opinión común: la idea extraña u opuesta a la común opinión y al sentir de las personas. La paradoja parece existir en mayor o menor medida en todas las culturas. En lo que estas difieren, como intentaré señalar en posterior entrada, es en el grado de acogimiento que se conceda a la presencia de discursos paradójicos y, yendo aún más allá, a su establecimiento en rasgo común aceptado por la mayoría.
La paradoja está siempre en boca del ermitaño, del apartado. Es más, sostener el discurso paradójico, excéntrico, extraño al sentir de los demás nos hace instantáneamente ermitaños, nos aparta del seno de la colectividad[1]. Las transformaciones que origina la genética son incontestables, ajenas a la voluntad del individuo, las otras, si todo va bien, tal vez puedan estar sujetas a revisión.
En general existe un cierto grado de acuerdo entre los antropólogos a la hora de situar en la psicodinámica de los individuos el motor endógeno que permite explicar los cambios culturales ―admitiendo que es en el nivel de los «símbolos desmaterializados», no encarnados en acto social alguno―, donde, sometidos a la plena subjetividad del ego, pueden originarse[2]. De este modo, una cultura puede ser contemplada como el momento en el que se halla una dialéctica vivida en el interior de cada ser humano como tensión entre dos polaridades ontogénicas. Por un lado, el sentido gregario, necesidad de acogimiento en una comunidad congéneres. Por el otro, el sentido de individuación, la necesidad de vindicación interna de un ego personal diferenciado, diferente a los otros[3].
De entre todas las experiencias sobrecogedoras a las que un ser humano pueda enfrentarse, la del aislamiento con respecto a sus congéneres supone una de las peores experiencias que puedan tenerse. La ausencia de referencias con la propia especie conlleva la disgregación del ser. Los actos humanos pierden su sentido cuando no hallan ecos reconstituyentes en otros actos humanos. Es decir, cuando pierden su trascendencia en la humanidad de otros. Aislados, perdemos los más preciados espejos en los que podemos contemplarnos para moldearnos a semejanza con la imagen en ellos reflejada. Siempre es doloroso el rechazo de aquellos que constituyen nuestro entorno, a los cuales otorgamos el poder del espejo.
A diferencia del proceso identificador, la emergencia del individuo ante sí mismo se produce como consecuencia de un distanciamiento con los lazos gregarios ya generados. La individuación no es aislamiento, es una expansión hacia lo universal, que implica la aceptación de un paulatino aumento de la soledad en el consuelo de los hallazgos interiores.
El aislamiento nos diluye en la inexistencia. Ese temor, puede mover a la aceptación sumisa del entorno. Existe un gregarismo acrítico que en las sociedades actuales puede cobrar forma mediante la adopción de identidades fuertes: en el clan de las bandas juveniles; en la exaltación de la violencia en el deporte, en la radicalidad de los movimientos nacionalistas o en los fanatismos fundamentalistas. Los intentos de regresión gregaria, el abandono de la dolorosamente sostenible individualidad en pos del amparo del grupo, toman el carácter de sometimiento a una autoridad dada —líder, gurú, dogma o doctrina— que pretende interiorizarse, adquirirse como identidad simbólica propia, asimilándose como ente todopoderoso del cual el individuo participa mediante su adscripción al grupo[4].
Este proceso es similar, aunque de signo contrario, al gregarismo que desemboca en la adopción de identidades débiles: la identificación en la mediocridad intelectual de lo políticamente correcto y en la relatividad moral ―aunque enmascaren una fuerte constricción de la persona―, en un consumismo rayano en la compulsión y, en general, en el horror vacui, el miedo al vacío y al silencio como lugar de encuentro con la vaciedad de la propia individualidad.
Mediante la potenciación del sentido gregario, mímesis de los modelos adquiridos, paliamos la angustia que produce el sabernos individuos limitados sintiéndonos uno con la congregación, uno más de los asociados, cómplice y partícipe en el poder de su conjura.
Mediante el fortalecimiento de la individuación, aumento de la capacidad personal de dominio, paliamos la angustia producida al contemplarnos en inferioridad frente al poder conjurado de los asociados, un poder preexistente y, por tanto, independiente de nuestra presencia. Ante él, por consiguiente, siempre somos prescindibles.
La individuación impele a incorporar dentro de la sociedad formas simbólicas propias, a darles vida y a dotarlas de influencia, paliando así el terrible sentimiento paranoico de ser impotentes y prescindibles. La individuación es la fuente de las paradojas,
El gregarismo es un vector de fuerza social centrípeta, cohesivo, estabilizador, estático, defensivo, resistente. El otro, el de individuación, es centrífugo, digresivo, desestabilizador, dinámico, agresivo, invasor.
Indisociablemente unidos en tensión dialéctica, el sentido gregario y el de individuación, escinden al ser humano en la conciencia de su dependencia, pero, con igual fuerza, de su autonomía. Un ser autónomo del otro, capaz de crear formas simbólicas propias pero conectado con el otro a través de sensaciones, sentimientos e ideas, hasta tal punto, que sus formas simbólicas sólo cobran importancia, interés y pleno sentido individual en la medida en que son recibidas en el seno de una comunidad de acogida.
La hondura de la impronta con que una cultura ahorma el ser individual para identificarlo con las formas de conducta social aparece como un aspecto capital de su propia fisonomía, pues en torno a esa huella gravita el grado en que sus componentes están capacitados para transformar la humanidad que les ha sido dada en el proceso de enculturación. ¿Cómo dilucidar si una cultura conservadora, asentada en el tabú y refractaria a todo cambio, debería ser mejor que otra abierta a las agresiones regenerativas, o a la inversa?
La cuestión encarna la íntima tensión que se da entre la propensión del ser humano a su fusión con el grupo y la inclinación a la individuación, a sentirse único. Históricamente, la respuesta ha venido determinada por las circunstancias. Sociedades amenazadas tienden a unirse en el arcano instinto gregario con la horda. En las sociedades seguras, alejadas del desastre, la cultura suele tornar hacia la formación de individuos más fuertes, cuya personalidad tiende a expandirse más allá de las identificaciones.
Siendo así, ¿qué cultura conviene en nuestro momento histórico? Claro que esta pregunta exigiría contestar una cuestión previa, ¿dónde nos hallamos? Precisamente esa es la pregunta que me ha llevado a crear este blog y, más concretamente, la sección que he denominado «Pensar en Política». Remito a este apartado al lector, no obstante, no por eso dejaré de seguir pensando aquí y ahora.
La libertad presupone un inacabable proceso electivo que ha de sostenerse a sí mismo en tensión continua contra la poderosa inclinación hacia la estructuración determinante del ser, bien por su fijación a la respuesta automática, bien por el dominio de los implantes culturales adquiridos en el proceso formativo de la propia humanidad.
Frente a esas inclinaciones, lo que diferencia a una cultura integrista de otra basada en la posibilidad de transformación es la insistencia de sus individuos en el difícil ejercicio de libertad, mantenido en la revisión crítica y continuada de sí mismos. Yo soy quien piensa. Yo soy quien siente. Siguiendo la opinión de mi razón y el sentir de mi emoción, en mí como individuo hallo la dignidad de raciocinio y el acomodo sentimental. A mí pertenece la autoría decisoria de mis actos, sobre mí gravita el peso de su sostenimiento y la responsabilidad de sus consecuencias, ante mí y ante el resto de mis congéneres.
Se trata de un combate continuo, sin amparo en lo establecido de antemano, inmerso en el miedo, la culpa y la duda. Frente a los automatismos genéticos que reclaman soluciones fulminantes y definitivas, frente a la consoladora negación de las complejidades. Frente a la sumisión a los implantes culturales, frente al mantenimiento acrítico de las redundancias socioculturales.
Mantenida la humanidad del ser sobre la consciente voluntad de elección más allá de los determinismos genéticos o culturales, las sociedades más deseables han de ser aquellas que consienten la revisión crítica de la herencia cultural, aceptando la conflictividad social que de ello emana y dotando a sus individuos de una mayor libertad para «auto-proyectar-se», incluso a expensas de minar la cohesión social[5].
La aldea de las paradojas es plural y la pluralidad engendra conflictividad y ambas necesitan de la democracia. Las sociedades democráticas no reprimen la diversidad ni temen al conflicto, pues en ellas se incluyen y se armonizan.
En las aldeas de las culturas hegemónicas la democracia es inútil. No es necesaria. Las sociedades autoritarias reprimen la emergencia de los discursos paradójicos y la mansedumbre del pensamiento se extiende entre las colectividades con la violencia sorda de la uniformidad aceptada bajo amenaza.
Toda determinación carece de libertad, es automatismo. La determinación humana implica su «mono dimensión», la estructuración de todas las formas del ser en una única posible. La reiteración de las conductas, su estancamiento en la previsibilidad, su redundancia en la incapacidad de actuar de otra forma.
Según estas proposiciones, la mejor cultura sería aquella que, tanto desde un punto de vista individual como social, pudiera equilibrar las necesidades preservativas con las dinámicas. Una cultura provista de sólidas estructuras aglutinantes sobre las cuales concretar las identidades, conservarlas y transmitirlas conciliando todo ello con el fundacional derecho de agresión a esas mismas estructuras para la génesis de una personalidad individual. Un derecho comprendido como aceptación del ejercicio transformador sobre la sociedad que, para mantenerse cohesionada, igualmente necesita de la existencia de tradiciones comunes.
Preservación y dinamización, conservación y agresión, tales son los extremos entre los cuales buscar un delicado equilibrio que libere al ser humano de la actitud sumisa ante los determinismos culturales, permita las agresiones individuales y encauce su socialización en la conciliación de las mismas.
Llamaré democráticas a las sociedades sustentadas por estos principios y creativas a las culturas que les dan vida.
NOTAS:
[1] La humanización implica la liberación del universo instintivo, determinista, para ir a parar a otro de índole condicionante. Tal vez convenga tener presente la diferencia que, en términos de libertad, existe entre la determinación y el condicionamiento. Lo determinado, genético, es un proceso absolutamente inapelable, las condiciones culturales influyen, pero, al parecer, pueden negociarse.
[2] Oculta al pensamiento soviético por la censura estalinista durante años y por la guerra fría al de occidente, en los últimos 30 años, la psicología ha redescubierto la obra de Lev Semenovich Vigotsky (1896-1934) que, en su conjunto, resulta un intento de reestructuración de la psicología de su época. Enfrentándose al entonces influyente Pavlov, Vigotsky defendió la tesis de que el comportamiento humano no está determinado mediante meras conexiones asociativas automáticas, sino que, proponiendo como fundamental característica humana su capacidad de transformar el medio en función sus propios fines, concibe en el ser humano la posibilidad de actuar al margen de los reflejos condicionados. Considerado en su momento un heterodoxo de la dialéctica marxista, Vigotsky aborda el estudio sobre las relaciones existentes entre la mediación social en el aprendizaje, componente histórico-cultual, y la función de la conciencia individual en dichos procesos, la psiqué humana como elemento de variabilidad creativa. Aunque su interés fundamental se centra en los procesos pedagógicos y su aplicación a la enseñanza, como creador de la escuela histórico-cultural en la psicología, su enfoque constituye una interesante base desde la que contemplar la cultura en su relación con el desarrollo del individuo. Entre las no muy numerosas obras de este autor traducidas al español cabe destacar para el presente ensayo su Teoría de las emociones: estudio histórico-psicológico, traducida del francés por Judith Viaplana Peláez, Madrid: Akal, 2004.
[3] Resulta sumamente interesante contemplar esta polaridad como manifestación elaborada de las primitivas tensiones originales del orden natural: simbiosis y predación. El sentido social gregario podría aparecer como el eco de una original inclinación al establecimiento de relaciones simbióticas, sistema que, al establecer relaciones mutuamente beneficiosas para los simbiontes, permite una menos costosa adaptación al ejercicio de la vida. Por otro lado, la individuación podría relacionarse con el sentido predatorio toda vez que la posición ego-central del ser humano ha de reclamar para sí una porción de vida que se halla en disputada competencia con los otros simbiontes.
[4] Pero el camino de vuelta al paraíso está vedado. La deidad infantil es irrecuperable. El origen del poder es externo. Esto origina un sometimiento en el que la contradicción básica del individuo frente a la autoridad no se resuelve. Confundiendo amor con sometimiento, el individuo cree amar a la autoridad y pretende ser correspondido. En la confusión la correspondencia del amor se identifica con el sometimiento a y/o de la autoridad. Se genera un conflicto de sometimiento-rebeldía. La vida en el sacrificio a la violencia, apelación definitiva a la atención, a la mirada del poder.
[5] Asumo, por supuesto, que decir sí a todo esto es una afirmación producto de la cultura recibida y, por tanto, puede legítimamente ser contestada desde otras más conservadoras.
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