VIII.- Elucubraciones heréticas sobre la creatividad humana

Publicado el 11 de agosto de 2024, 14:18

Posiblemente, nuestra humanidad comienza divinizando los ojos que nos miran y, al hallarlos en nuestro interior, nos divinizamos. Incluso antes de tomar consciencia de sí la humanidad ya había creado a dios. A su imagen lo creó y mirándose en su espejo, como Narciso en el estanque, se consoló reconociéndose a sí mismo objeto de su mirada, dilecto de dios, preferido de entre todo lo creado.

«En principio»[1], comienza diciendo el Génesis, «creó Dios los cielos y la tierra»[2]. El relato centra su esfuerzo en mostrar que este dios no es la creación, no pertenece a ella, la antecede, es el poder volitivo que la origina. Pero ¿cuál es el plan del Creador? Como el niño que se encuentra con el pintor au plein air preguntamos al artista, ¿qué vas a hacer? Ya lo verás, nos contesta. De momento, solo ha desplegado los materiales necesarios para su pintura.

De manera misteriosa, el Creador inventa los elementos sobre los cuales fundamentará su creación a su propia satisfacción. En su taller cósmico convoca los materiales útiles para su obra: aire, tierra y tiempo. Como el artista, se pertrecha convenientemente, despliega la materia ante sí, desordenada, informe, en la oscuridad de lo desestructurado. En un caos expectante a la espera de su configuración.

Para comprender cómo actúa el Creador, parece relevante saber que el verbo empleado en el original hebreo, «בָּרָ֣א» /bará/, hace referencia a una forma de creación específicamente divina, aquella que produce un resultado paradójico, nuevo e imprevisible, que hace surgir a la existencia desde la total inexistencia, generar lo existente de manera absoluta. El acto creador es en este caso definido como inaccesible a lo humano, ilimitado, infinito en su poder. YHVH[3] parece crear de la nada.

¿Cómo interpretar el enigma que plantea la magia de esta cosmogonía? De la nada creó YHVH un caos de materia, aire y tiempo. ¿De la nada? Desde luego, siguiendo la lógica de la narración hemos de admitir que con anterioridad a «El principio» el creador de todo lo existente se hallaba solo. ¿Solo frente a la nada? ¿Solo en la nada? ¿Solo conteniendo a la nada? ¿Siendo la nada?

Para salir del atolladero planteado por esta batería de preguntas sin posible respuesta fidedigna, tal vez deberíamos replantearnos la afirmación realizada anteriormente: «YHVH crea de la nada». No estando esta formulada de manera explícita en el relato, es muy probable que, influido por nuestra cultura, haya interpretado de forma precipitada el bará hebreo. Puesto que nada existía con anterioridad a YHVH, como lugar infinito, parece apropiado colegir que este Creador crea de su voluntad y lo hace en el seno de su propia sustancia.

El bará, el crear radical, el hacer existir lo inexistente, pasa entonces a ser contemplado como un proceso dado en el interior de YHVH. Puesto que nada preexiste a YHVH ni coexiste con él fuera de él, la Creación, el bará, es un hecho de sí, que no puede darse con otra sustancia distinta de sí, ni verterse en otro lugar que en sí. YHVH ha de ser materia y lugar de su creación. Según esto, aquello llamado «la nada» es YHVH. De hecho, desde un punto de vista teológico, la concepción hebrea de la naturaleza divina parece admitir implícitamente que, en esencia, YHVH es sustancialmente Nada o, dicho de otra manera, un Todo inconcreto.

Si la creación parece un hecho acaecido con la materia de YHVH y dado en el lugar YHVH, lo creado viene a repoblar la sustancia de YHVH transformándola radicalmente.

YHVH hace ente de sí mismo lo que no existía en sí mismo. Por eso, en el genuino acto de creación, en el bará, lo primitivamente existente en el creador siempre será «nada» con respecto de lo que habrá de aparecer.

Para crear lo que no existía, YHVH ha de atentar contra lo existente en su interior. Lo creado altera lo que era. Es una autoagresión que lo transforma.

La creación es un acto de transmutación extrema, un hacer surgir al ser lo que en el ser no era, porque previo a ella nada semejante existía.

Según esto, YHVH parece habitado por una triple entidad en su naturaleza. Por un lado, posee los dos componentes ya mencionados: es la materia prima de la que surgirá lo creado y es el lugar destinado a recibirlo. De otra parte, es la potencia que hace surgir desde la inexistencia a la existencia, de lo otro de sí a sí.

El dios de la creación bíblica es por tanto sujeto de la agresión y es el objeto agredido. Principios culturalmente asimilados en la polaridad masculina y femenina. Elohim es Dios como unidad autosuficiente de actividad y lugar, principio transformador y principio transformado, fecundo hermafrodita primigenia[4].

Según el mito bíblico, el resultado inmediato de este ejercicio de violencia autoinfligida es un caos precedente a cualquier estructuración, en el cual siempre sobrevive la voluntad de reordenar. Cuando, en «el principio», el creador genera el caos, comienza a recrearse de sí mismo a otro ser.

Tras la misteriosa creación del cielo y de la tierra, el Génesis continúa haciendo una descripción del aspecto de lo creado: «La tierra era caos y confusión y oscuridad por encima del abismo y un viento de Dios aleteaba sobre las aguas»[5]. Esta aparición del caos primigenio, necesaria desde la sistemática argumentación monoteísta[6], resulta altamente significativa para la interpretación antropológica del proceso creador en el mito.

El caos es un estadio metamórfico, a mitad de camino entre lo que era —pero ya no es— y lo que habrá de ser —pero aún no es.

El caos primigenio, el magma informe del que se generan todas las formas de la creación, surge de una energía prehumana, ignota, instintiva, irresistible, automática, que se inclina a la agresión como la gravedad fuerza la atracción de las masas. Caos surge de un deseo de agresión del ser hacia sí mismo, tan incalificable como incuantificable, innombrable, infinito, deífico. Sujeto a la intención restitutoria, Caos se mantiene como un momento transitorio del acontecer y es heraldo de creación. Consolidado en estancia meramente agresiva se transforma en Tártaro, el reino de las inexistencias, un lugar más aterrador que la muerte.

El arte de la creación surge de una tentación al caos, una inclinación morbosa al abismo tensionada entre la inclinación a la destrucción, la culpa, la duda y la esperanza.

Por comenzar siendo una incursión en el caos, todo acto creador es en principio un acto de violencia. Agresión a lo que es y destrucción de lo que es. Se mueve desde ese momento entre la culpa por la muerte de lo destruido, el dolor por su pérdida, el miedo al momento de la inexistencia y la fe mediante la cual reorientar la incertidumbre de las consecuencias.

Con posterioridad al primigenio, todo caos es el producto surgido de una agresión a un orden ya establecido en el ser. Todo creador sabe que ha de pasar por el trance de una absoluta indigencia en la cual ya no es lo que era, ni existe lo que puede llegar a ser. Todo creador elige el caos para salvar su angustia de inmovilidad, que es similar a la muerte. Sin embargo, la inmovilidad, y su angustia, pueden ser preferidas por quienes se refugian en la muerte para huir del caos.

Posteriormente, lanzados ya en la épica, se habrá de superar la contemplación fascinada del espeluznante vórtice. Se han de poner bridas a la fiera primigenia, gobernar su impulso desbocado. Si todo va bien, el estupor cede su hegemonía al horror que fuerza la huida y permite la escapatoria. Finalmente, el héroe se vence a sí mismo, resuelve el dilema, rompe el círculo morboso al agredir para expandirse. Morir a lo que se es, descender a los infiernos y renacer al otro mundo recién aparecido. Resucitar en un ser nuevo.

Sí, todo auténtico creador ha de ser un resucitado. En cada pensamiento, en cada palabra, en cada acto. Cada hora, cada día, todos los días. El creador se solaza en el esplendor renovado de las resurrecciones.

En el mito del Génesis se nos muestra lo que somos. YHVH crea porque es en esencia un ser creador. Parece evidente suponer que la creación es consecuencia de la mera inclinación ontogénica del creador. Una consecuencia de nuestro código genético. Un automatismo, por tanto, pero un automatismo tan peculiar que nos permite salir de la conducta redundante para convertirnos en seres imprevisibles. Prescindir de los actos reflejos para entrar en el mundo de lo electivo.

Para que la creación tenga efecto tras el caos primigenio, juntamente con los principios del tiempo, los cielos, la tierra y la luz, se ha de crear el verbo.

El Evangelio de Juan comienza haciendo una afirmación de Dios sobre la palabra: En el principio existía la Palabra y la Palabra estaba con Dios, y la Palabra era Dios. Ella estaba en el principio con Dios. Todo se hizo por ella y sin ella no se hizo nada de cuanto existe. En ella estaba la vida y la vida era la luz de los hombres, y la luz brilla en las tinieblas, y las tinieblas no la vencieron[7].

La metáfora sobre el valor existencial del lenguaje es evidente, distinguiendo la parte de la creatividad que en exclusividad pertenece al dios y la que éste comparte con la humanidad. Tal vez por eso, tal y como se describe el primer acto creativo: En el principio creó Dios los cielos y la tierra, sin la palabra, el origen del caos es divino. El caos precede a la palabra, su convocación primordial no pertenece al ámbito del logos, aparece como potestad exclusiva de una divinidad genética.

En los versículos siguientes el relato repite la fórmula creadora que se va aplicando sistemáticamente en todos los casos. La palabra es principio de creación, la precede, como también hace al juicio sobre su bondad. Y dijo Dios… hágase… y así fue… y vio que estaba bien… Los astros, los vegetales, los animales todos son criaturas de Dios. Incluso la fertilidad de la tierra tiene su origen en la voluntad divina que la otorga como un don natural[8].

La divinidad parece el contenedor de todas las palabras inconexas, otra forma de expresar el caos.

A diferencia del creador bíblico, el ser humano no es anterior al caos, nace inmerso en el caos. La situación del niño es similar a la narrada en los mitos grecolatinos de la creación.

En el libro primero de su Metamorfosis, Ovidio describe el génesis en los siguientes términos: «Antes de existir el mar, la tierra y el cielo, continentes de todo, existía el Caos. El mundo, aún no lo iluminaba el Sol. La Luna, no estaba todavía sujeta a sus vicisitudes. En el vacío, no se encontraba todavía suspensa la Tierra, o tal vez quieta por su propio peso. No se conocían las riberas de los mares. El aire y el agua se confundían con la tierra, que todavía no había conseguido solidez. Todo era informe. […]. Dios, o la Naturaleza, puso fin a estos despropósitos, y separó al cielo de la tierra, a ésta de las aguas y al aire pesado del cielo purísimo[9].

El impulso divino hacia el caos es seguido por otro de naturaleza estructuradora, nominadora, limitante, humana. Como la agresión, la restitución es igualmente irresistible. De forma implícita, el mito bíblico describe la existencia de un ciclo interminable, una cadena cuyos eslabones son: la destrucción, el caos y la restitución. Arcanos que se suceden como mandatos divinos, instintivos, entre los cuales el logos aparece como mediador e introductor de lo humano.

La probabilidad de creación, la creatividad, parece directamente proporcional al equilibrio existente entre las fuerzas de destrucción y construcción o, dicho de otra manera, a la capacidad de la palabra en su tarea de mediación, para evitar que las agresiones sobrepasen a las construcciones o que el celo conservativo hacia estas impida la aparición de aquellas.

Porque poseemos el caos, los niños se inclinan a experimentarse ilimitados, como el caos, infinito en sus posibilidades discursivas.

Del océano de las palabras, Dios, y los niños, extraen el enunciado de sus deseos. Todo será generado del caos primigenio. Es la materia prima de la que se construirá lo existente. La creación se convierte en ordenamiento.

En el origen el discurso es mero balbuceo, cuyo significado es la propia vivencia de la indistinción, hasta que se hace la luz, cuando la luz es nombrada.

 

Notas:

[1] Gen. 1: 1. La traducción empleada aquí es la realizada por Ricardo Cerni del Manuscrito de Leningrado, Antiguo Testamento interlineal hebreo-español, (Vol I), Barcelona: CLIE, 1990. Excepto en los casos indicados, en los que serán utilizadas otras traducciones, este será el texto empleado para citar el mito.

[2] La expresión los cielos y la tierra parece hacer referencia al término actual «cosmos», entonces aún no acuñado. Interesa aquí poner de manifiesto la costumbre existente en el antiguo hebreo de enunciar los elementos extremos para designar el todo, aspecto del lenguaje que resultará de interés para nuestra elucubración como más adelante veremos.

[3] YHVH es el nombre del dios hebreo. En el hebreo las vocales no siempre se escriben, en este caso se ocultan para evitar tomar el nombre de Dios en vano. Durante siglos, los hombres de fe han buscado las vocales ausentes, así como su justa combinación, para componer el verdadero nombre de Dios.

[4] De hecho, si examinamos la palabra empleada en hebreo para designar al dios: אֱלֹהִ֔ים, /Elohim/, atendiendo a los niveles significantes existentes en su composición, hallaremos aspectos que caracterizan esta ambivalencia. La palabra se halla compuesta por tres raíces significativas: אֱלֹ / הִ֔ / ים. Teniendo en cuenta el sentido de la lectura en hebreo, de derecha a izquierda, la primera sería la raíz «אֵל», /El/, que se traduciría como «dios-varón». A esta raíz se añade «הִ֔» para formar «אֱלהַּ», /Elah/, «dios-a». Finalmente, aparece el plural ים, por lo que, según una traducción literal, obtendríamos «dios/diosa/s». Podría parecer que este plural haría referencia a un hipotético politeísmo, en las antípodas de la propia esencia monoteísta que se significa en la Biblia. En realidad, mediante el uso del plural, el hebreo antiguo no sólo puede expresar lo múltiple sino también la magnitud tanto en extensión como en dignidad. El uso del plural para referirse a un dios único tendría semejanza con la forma gramatical del «pluralis maiestatis» latino, que intensifica la dignidad del aludido en omnipotencia, omnipresencia y omnisciencia. En realidad, sería más exacto pensar que en el «אֱלֹהִ֔ים», /Elohim/, hebreo se hallan sintetizados los principios de la multiplicidad germinativa masculina y femenina.

[5] Gen. 1. 2. (traducción de la Biblia de Jerusalem). En la citada traducción del Manuscrito de Leningrado aparece la siguiente traducción: «Y la tierra estaba informe y vacía y oscuridad sobre la faz del abismo y espíritu de Dios volaba sobre la faz de las aguas». La Biblia evangélica fiel a la traducción de Casiodoro de Reina, revisada por Cipriano de Valera traduce: «Y la tierra estaba desordenada y las tinieblas estaban sobre la faz del abismo y Espíritu de Dios se movía sobre la faz de las aguas». La interconfesional Biblia de Estudio, traduce lo siguiente: «La tierra no tenía entonces forma alguna, todo era un mar profundo cubierto de oscuridad, y el espíritu de Dios se movía sobre las aguas.». Por otro lado, en la nota aclaratoria «d», indica que la expresión «espíritu de Dios». Puede ser traducido también como soplo, aliento o viento y la expresión «de Dios», es en hebreo un complemento de superlativo por ello «espíritu de Dios» puede ser traducido como «grandísimo viento» o «viento poderosísimo».

[6] El caos original, ya sea tenido como abismo, océano o viento tempestuoso, es consecuencia de la creación de Dios. Por tanto, no puede ser tenido como fuente de creación. Se contesta así a las mitologías coetáneas que planteaban la existencia de un abismo original, poblado de seres igualmente primigenios, contemporáneos o incluso anteriores a los dioses. En este sentido la relación que se establece entre el abismo y las aguas posee también intención de defensa monoteísta, toda vez que la naturaleza del abismo primigenio se asociaba en las mitologías del antiguo oriente medio con las de mar profundo u océano abismal de cuanto todo surge.

[7] Juan. 1. 1-5. (texto de la B.J.).

[8] La palabra es usada por el Creador de forma insistente, casi sistemática: «Dijo Dios: “Produzca la tierra animales vivientes de cada especie: bestias, sierpes y alimañas terrestres de cada especie.” Y así fue. Hizo dios las alimañas terrestres de cada especie, y las bestias de cada especie, y toda sierpe del suelo de toda especie: y vio que estaba bien.» (Gén. 1. 24-25). Teológicamente esta enumeración, casi un inventario, parece necesaria para defender la idea monoteísta. El relato va descartando toda posibilidad de idolatría evidenciando la condición natural de todos los seres.

[9] Ovidio. Obras, J. García Pérez, director. Barcelona: Ferma, 1967, pág. 234.

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