Cuando un individuo accede a una cultura le son otorgados los modos en que, durante generaciones, un determinado grupo humano ha logrado vincularse pacíficamente entre sí y hacerlo productivamente con el medio, ahuyentando así la angustia experimentada frente a su hostilidad. El ser humano sostiene mediante la cultura el peso de su esencial aislamiento.
El individuo se integra en el grupo superando sus limitaciones físicas, se completa con otros en el común denominador del compartido sistema humanizador. La común aceptación de comunes mitologías, de leyes y costumbres, de instituciones y de sistemas mediante los cuales producir los ingenios técnicos necesarios para adaptarse al entorno. Todos estos son aspectos que estarían dentro de esa cohesión de manifestaciones y formas de pensamiento[1]. En definitiva, el individuo accede mediante su integración cultural a una forma de ser común que permite operar como grupo cohesionado, una identidad que transforma a la horda en sociedad.
No obstante, la etología actual halla un cierto parangón de inteligencias, sentimientos y conductas entre las especies. Tiende un puente sobre el tradicional abismo interpuesto hasta no hace mucho entre lo zoológico y lo humano, en un intento por transformar su diferenciación cualitativa, de origen metafísico, en otra meramente cuantitativa de raíz biológica. En resumen, la etología perece haber experimentado un desplazamiento que, desde la zoología, la hace recalar, y en no poca medida, en la periferia de una antropología que podría ir delimitándose por comparación entre las pautas de conducta humana y animal[2].
Si hoy día se están revisando las diferencias categóricas entre el animal y el ser humano. ¿Cuál es la intensidad con que en nuestro interior aún resuenan los ecos del instinto? En todo caso me parece correcto afirmar que el acontecer de los «animales puros» —aquellos que comúnmente denominamos «inferiores»— sería aquel que no toma conciencia de sí. Por el contrario, los actos plenamente humanos son aquellos que, salvando el automatismo, cobran noticia de su existencia. Hasta dónde son posibles estos «estados de pureza» es lo que se debate.
Aunque en el estadio de lo puramente animal las conductas puedan presentar una complejidad sorprendente, el autómata sólo está capacitado para la reacción inmediata según su determinación genética. La causalidad genética no necesita construcciones intermedias entre el estímulo y su acción refleja. De entre los muchos ejemplos de sociedades animales que se podrían tomar al hilo de esta reflexión, quisiera utilizar uno que, personalmente, considero particularmente esclarecedor, el de la hormiga legionaria de la Amazonía[3].
Es de dominio popular que este insecto es capaz de formar colonias que pueden llegar a contar millones de individuos. ¿Se imagina el lector presidiendo la alcaldía de una ciudad de semejante tamaño? ¿Qué tipo de inteligencia, no siendo humana, podría tomar las decisiones necesarias para solventar las complejas necesidades logísticas de una colectividad de tal envergadura? Por ejemplo, imagine la cantidad de alimento que se precisa para satisfacer las necesidades diarias de tal cúmulo de población. Considere además los consiguientes problemas de su distribución. Se ha calculado que en un solo día una colonia de tales hormigas puede consumir hasta setenta mil insectos. Invito al lector a que haga un cálculo aproximado de lo que supondría, a escala humana, esta cantidad de víveres, seguramente quedará sorprendido, y maravillado.
Los entomólogos nos dicen que la inteligencia de estos insectos debe comprenderse estudiando su actividad en dos ámbitos diferentes. Individualmente, consideradas de una en una, la hormiga legionaria sólo parece ser capaz de marchar sin rumbo hasta morir de inanición. Pero, si en lugar de contemplar una hormiga aislada, observamos una colonia de cientos de miles, las hallaremos transformadas en un sofisticado súper-organismo, empeñado en sus expediciones de reconocimiento, saqueo, almacenamiento y distribución. En la búsqueda de alimento nada parece capaz de detenerlas. A cada obstáculo oponen una muestra de su genio, siendo capaces de proezas tales como la de cruzar notables corrientes de agua construyendo puentes mediante hojas, pequeñas ramitas y sus propios cuerpos. También son capaces de cortar hojas para embarcar en ellas.
Las acciones de la hormiga sólo parecen adquirir sentido de supervivencia en colectividad, su secreto consiste en la posesión de una inteligencia colectiva basada en una conexión química directa, inmediata, entre los individuos de la colonia. Las hormigas se comunican suministrándose moléculas de sustancias químicas, feromonas. Olor, gas, compuesto químico que penetra por su aparato respiratorio yendo a parar al sistema nervioso donde, alterando el estado de su química, se transforma en conducta. Difícilmente una sola hormiga cruzará una corriente de agua. Para la construcción del puente es necesaria la presencia de miles de ellas. Su congregación originará un proceso de proto- deliberación, mediante el cual se van pasando información química que, extendiéndose en progresión geométrica, hace aparecer en la masa de hormigas una química estable que se traduce en conducta refleja coordinada.
¿Tienen las hormigas legionarias, consideradas de una en una, noticia de las portentosas empresas que acomete el súper-organismo? No parece probable, a diferencia del humano, el lenguaje de las hormigas resulta ser un mandato incontestable y por lo tanto no es necesaria su evaluación individual[4]. Tal vez, lo más asombroso de esta inteligencia sea precisamente eso, que a pesar de su portentosa eficacia y su innegable existencia, no radica en parte alguna del súper-organismo. Es este un servomecanismo que actúa en armonía predatoria con el medio sin consciencia de sí, sin noticia de las acciones acometidas por su colectividad.
Desde el hormiguero nadie contempla las formidables hazañas de la colonia, ni comprende el sentido que poseen éstas. Nadie evalúa su eficacia, ni toma notas para el recuerdo, ni ensaya nuevos modos, ni señala nuevos objetivos. El hormiguero animal carece de pre-visión porque no existe alguien capaz de imaginación simbólica. Sólo el ciego deseo que impele a la acción sin lugar para ubicar su objeto.
Para continuar desarrollando esta línea de pensamiento, necesitaría ahora considerar al cuerpo humano como una gigantesca colonia en la que las hormigas han sido transformadas en células. A semejanza de las hormigas, nuestras células trabajan al dictado de la química en su vegetativa existencia, constituyéndose en un intrincado complejo simbiótico. También, como el de las hormigas, el enjambre de células realiza complicadas operaciones mediante las cuales logra su supervivencia. Pero al hormiguero celular humano, ignorante de sí, se le ha añadido un elemento extraño: a su inteligencia colectiva se le adhiere la noticia de su propia existencia.
El ser humano no es el resultado inconsciente de una inteligencia colectiva que rige la vida de un centenar de billones de seres ignotos e ignorantes del organismo que configuran. El razonamiento resulta sorprendente y no me resisto a formularlo. Puesto que la democracia en el nivel celular parece impensable, somos una colonia que vive la dictadura de un solo ser que se experimenta a sí mismo como el total de la existencia de cuantos seres lo habitan. El dictador vive ignorando casi todo el tiempo la existencia de su pueblo y al contrario. Aunque la inteligencia colectiva del súper-organismo exista junto la individual, el ser sintetizador de la colonia es, en cierto modo, la metafísica expresión del orden químico que rige en el reino de las células.
Ante la humana afirmación, yo soy, siempre cabe la pregunta ¿quién es este «yo»? A la que, en función de lo que venimos diciendo, podríamos contestar: yo es la construcción simbólica que sintetiza en un solo ser una gigantesca colonia constituida por muchos. Posiblemente la obra maestra de la cualidad humana sea la construcción de la propia conciencia. La «conciencia de yo» es la síntesis resultante de la extraordinaria capacidad del cerebro humano de procesamiento de informaciones químicas que se da de forma disociada en el nivel neuronal.
Un eco sintomático que responde, como integración unívoca de la complejidad biológica, ante cualquier alteración en los equilibrios electroquímicos del cuerpo en su nivel celular.
La conciencia del yo es una construcción simbólica que integra todos estos estados en un paquete de información cohesionada mediante el que nos experimentamos uno, el símbolo aglutinante de todos los significados químicos.
En consecuencia, «Yo» no es un todo inmutable, se ofrece en continua metamorfosis de sensaciones, sentimientos, imágenes y conceptos que obedecen a la ebullición de la física celular. Pero tampoco es un mero epifenómeno de los estados químicos de la colonia de células. Como noticia integral de sus fluctuaciones, «Yo» puede manifestarse a través de sensaciones, fisiológicas o sensitivas, manifestaciones directas del estado de la colonia. Pero también como un diálogo entre lo meramente sensitivo, lo sentimental, lo imaginativo y lo conceptual.
«Yo» dialoga con la química mediante su encarnación en símbolos, a través de los cuales recibe sus noticias y opera transformaciones en ella. ¿Puede la conciencia del yo crear símbolos independientes de los estados químicos de la colonia? Bueno, en eso estriba la diferencia entre el comportamiento electivo humano del puramente automático animal. En definitiva, de ello depende la libertad humana[5].
Atendiendo a lo dicho, lo humano está siempre embebido de una naturaleza psicosomática. La naturaleza simbólica de la conciencia explica el poder fundador y transformador que el símbolo posee para lo humano. En la medida en que la conciencia, símbolo fundacional del ser, es capaz de operar con símbolos, éstos se constituyen en los agentes operadores de la modulación de sí misma y de sus diferentes estados, así como de los agentes básicos, químicos, que ya no determinan, pero sí condicionan toda conducta humana.
Sin la presencia de esta asombrosa construcción simbólica, el acontecer de los seres humanos sería tan automático como el de las hormigas. Nuestros actos se sucederían en consecuencia refleja de los estímulos, actuando como macro colonias simbióticamente integradas para la supervivencia. Al amparo de la conciencia el acto reflejo es sustituido por un acto mediatizado por efecto de su significación simbólica, que otorga al estímulo la posibilidad de ser vivido en forma de interpretación múltiple.
En la perfecta sociedad de las hormigas, la inteligencia colectiva —condición necesaria y suficiente de las sociedades perfectas— mueve al super-organismo de una forma coherente, sincronizada con las exigencias que el medio impone para la supervivencia. El ser humano es incapaz de habitar una sociedad perfecta, aunque la contenga. Porque para que una sociedad actúe como un solo individuo se requiere un sometimiento pleno de los miembros. Ninguno de sus componentes puede romper la cadena informativa que impele a la acción, ni oponiéndose, ni ocultando, ni falseando el dictado del sistema. En las sociedades perfectas se hace vital la ausencia de individualidad o, dicho de otra manera, los individuos no pueden tener conciencia de sí. Siguiendo estos razonamientos, las sociedades humanas aparecen como colonias de seres que se experimentan como individuos viviendo en colonias de individuos que se sienten aislados. Tal parece su enrevesado sentido.
En el caso de las hormigas, cada colonia parece poseer una química que le es propia y, al parecer, intransferible. Las feromonas que hacen funcionar a la colonia como si de un solo ser se tratase, son incapaces de organizar una convivencia coordinada entre colonias diferentes. El encuentro entre dos de ellas parece estar presidido por un tipo especial de excitación que, en términos humanos, tal vez pudiera asimilarse con el reconocimiento de pertenencia a la misma especie, pero, en contra de lo que cabría esperar, la reacción que se desencadena es, invariablemente, violenta. Cada colonia parece un sistema cerrado que guarda sobre sí mismo las dos grandes fuerzas del orden natural: simbiosis y depredación. Ante la presencia de feromonas fórmicas, pero distintas a las propias de la colonia, cada hormiga, inexorablemente, se lanzará hacia la aniquilación[6].
La simbiosis de la colonia excluye la posibilidad de su extensión a otra. Es decir, la relación entre colonias no puede ser simbiótica, sólo predadora.
El sentido de colaboración, en pos de la más segura supervivencia de la especie, la inteligencia colectiva, no va más allá del que muestra la exactitud de la secreción química y, por tanto, el de pertenencia al mismo superorganismo. A diferencia de lo que ocurre entre diferentes colonias de hormigas legionarias —que aún pudiéndose reconocer como pertenecientes a la misma especie son incapaces de armonizarse entre sí—, en el caso de los hormigueros humanos, si todo va bien, el entendimiento simbiótico inter-colonial parece posible, salvando el trágico sino de la destrucción mutua.
A diferencias de la hormiga legionaria, como individuos que se integran en gigantescas colonias cohesionadas por un «sistema feromónico simbólico» al que denominamos cultura, podemos entrar en relación simbiótica con otras colonias, construidas sobre la base de otras culturas. De hecho, sociedades enteras de estos individuos pueden generar simbiosis con otras. Esta capacidad de nuestra especie para crear sociedades simbiontes y no ineluctablemente rivales, con el fin de mejorar nuestra capacidad de supervivencia, nos hace salir de lo fórmico para adentrarnos en lo verdaderamente humano. Crear la armonía entre sociedades de culturas diferentes, salir del orden cerrado adscrito al integrismo cultural, abandonar la estructura dictatorial en la colonia para adentrarnos en la democracia. Todo dependerá de nuestra capacidad para manipular la información simbólica que poseamos.
La clave que, a mi juicio, resulta fundamental para comprender la conducta asociativa humana, estriba en la naturaleza del sistema de trasmisión de información que se da en nuestra especie. Mientras las hormigas, a través de las feromonas, pasan información de individuo a individuo como si de células se tratasen, los seres humanos pueden elaborar, transmitir e interiorizar información a través de paquetes de realidad simulada: símbolos.
La Biblia, el Corán, el Bhagavad Gita o, en un orden más terrenal, el Libro rojo de Mao, La riqueza de las naciones de Adam Smith o la simple luz roja de un semáforo actúan en sustitución de las feromonas, estimulando la adquisición, la continuidad o el cambio del comportamiento. Desde luego no con la eficiencia determinativa con que lo hace el intercambio directo de información bioquímica pues, a diferencia de la hormiga, el ser humano sí puede desentender, ocultar, rechazar, alterar o incluso falsear voluntariamente el contenido de dicha información.
Construyéndose en el diálogo simbólico interno con otros seres humanos, las sociedades humanas se estructuran en una ordenación imperfecta que da cabida a la mentira, a la insolidaridad y a la manipulación, pero también a la desobediencia ética, a la resistencia frente a lo indeseable, a la alteración creativa y a la libertad individual.
En la perfecta sociedad de las hormigas, la información transmitida mediante feromonas organiza un sistema de actuación monodimensional inquebrantable. En nuestras sociedades imperfectas, los seres humanos podemos recibir información simbólica proveniente de otros individuos pertenecientes a nuestra misma sociedad, pero también a las procedentes de otras sociedades con otras culturas. Las sociedades humanas son multidimensionales en, al menos un doble sentido. En primer lugar, porque cada individuo puede pluralizar los órdenes sociales emitiendo información simbólica alterada respecto al patrón original recibido y, en segunda instancia, porque las sociedades humanas, a través del tiempo[7] y la distancia, pueden emitirse informaciones simbólicas de unas a otras, pluralizando con su presencia los modelos autóctonos actuales.
En mi opinión, este principio pluridimensional de los sistemas simbólicos presentes en una sociedad será la base sobre la que se asentará la pluriculturalidad esencial de toda cultura moderna.
En los términos en los que me vengo expresando, podría considerarse que la inteligencia es la facultad de modificar el estado simbólico de la conciencia individual en pos del logro de una más adecuada adaptación al medio.
Utilizando un símil extraído de la informática, podría decir que la conciencia humana es el sistema operativo del ser humano. La inteligencia sería la capacidad de operación simbólica. La conciencia es una propiedad genética del ser humano, su desarrollo mediante la inteligencia no. Para alcanzar un nivel de efectividad aceptable, las potencialidades simbólicas en el ser humano han de pasar por un período de aprendizaje más o menos prolongado.
Me apresuro a aclarar que no estoy haciendo un uso restrictivo de la inteligencia. No me refiero exclusivamente a la inteligencia cognitiva. Más bien empleo el término en el sentido emocional que hoy día le otorga buena parte de la psicología. La inteligencia adapta la conciencia al mundo, operando sobre el sistema de símbolos que la constituye. Nuestra inteligencia manipula la información simbólica. Es más, diría que sólo debemos entender por inteligencia humana aquella capaz de operar información simbólica. Es decir asimilarla, aceptarla, rechazarla, modificarla, adaptarla y crearla.
De entre las innumerables formas simbólicas en las que el ser humano puede desarrollar su potencial inteligencia, tal vez sea la que descansa en su capacidad de lenguaje la que de manera más neta ejemplifica el periodo formativo.
La importancia del potencial de lenguaje en el proceso de formación de la conciencia es fundamental, hasta el punto de poder afirmar que es en el desarrollo del lenguaje donde auténticamente se crea. La conciencia se nos revela constantemente a través del lenguaje en una de sus infinitas formas de articulación: la lengua.
La lengua no es un implante genético, sí lo es la capacidad de lenguaje, tampoco una invención del sujeto. Es una forma simbólica adquirida, tomada de un medio humano que la ofrece.
La lengua se construye en el devenir de una cultura, admitida, mantenida y dinamizada por una sociedad que halla precisamente en ella uno de sus más poderosos pilares de cohesión. De manera similar a lo que ocurre con la lengua podíamos comprender todas las demás formas simbólicas asimiladas en el período de aprendizaje: las costumbres, la moral, la religión o, incluso, el apego a una forma de estructuración social de la polis.
Pero ¿qué son estas formas simbólicas? El término aparece por primera vez en el campo de la Filosofía. Fue Ernst Cassirer quien primeramente precisó del término. En su Philosophie der symbolischen Formen (1923-29), la define como aquella mediante la cual un particular contenido espiritual se une a un signo concreto y se identifica íntimamente con él[8]. Para Cassirer el ser humano es un fabricante de construcciones, materiales o inmateriales, a las que es capaz de otorgar la impronta objetiva de su «espíritu» que, al menos en la lógica que vengo exponiendo, no sería sino una forma elaborada para denotar el estado químico del sujeto. El hombre es un animal simbólico. Es decir, que utiliza símbolos para configurar un mundo cuya existencia es común a lo interior y a lo exterior de sí mismo. Un universo cultural.
En este sistema de símbolos es donde se manifiesta el espíritu humano expresándose en el lenguaje, el mito, la religión, el arte o la ciencia. En las costumbres, las leyes, las instituciones o los ingenios creados por la técnica. El pensamiento de Cassirer sobre los símbolos como portadores de contenidos humanos y su interés por el pensamiento mítico, sentará las bases sobre la que se proyectará una antropología que contempla la cultura como un sistema simbólico, escuela que fue hegemónica en la antropología cultural de los años setenta y que sigue siéndolo hoy día sobre todo en Norteamérica.
En este sentido es de destacar la obra de Clifford Geertz (1926-2006)[9], convertido en pope de la antropología simbólica. Geertz considera que los significados y símbolos configuran un sistema de pensamiento común en la medida en que sean compartidos por los individuos de una colectividad, este sistema será la cultura. La cultura, según la define Geertz en su The Interpretation of Cultures (1973), es un sistema de concepciones expresadas en formas simbólicas por medio de las cuales la gente se comunica, perpetúa y desarrolla su conocimiento sobre las actitudes hacia la vida.
Según esta definición, la cultura es un conjunto de hechos simbólicos presentes dentro y fuera de todos y cada uno de los individuos pertenecientes a una colectividad, siendo la común participación en estos hechos la que transforma al grupo en sociedad.
La función de la cultura como sistema simbólico es hacer comprensible el mundo, dotándolo de sentido humano individual y colectivo[10]. En el interior de cada individuo, como pautas de significado aceptadas, como hormas que integran diferentes estados bioquímicos. En lo exterior, colectivo, como formas de comportamiento que hallan su sentido al poder ser interpretadas de manera semejante por todos los individuos que las han interiorizado.
La cultura, transmitida de generación en generación, permite que los individuos igualmente culturizados se comuniquen entre sí, comulguen en formas comunes de experiencia, concepciones, valores y creencias. Mediante la utilización de las formas simbólicas, se cultiva la naturaleza interior del ser humano y se proyecta ésta al exterior en forma de actos que adquieren su lugar y sentido en la totalidad de las prácticas sociales y confieren orden a las mismas al constituirse en pautas de comportamiento unísono de la comunidad. Acciones, formas de estar, usos, costumbres, leyes u objetos de todo tipo, no son sino soportes de significación humana.
Coincidiendo con la visión del sociólogo Gilberto Giménez, pienso que la cultura no puede tratarse como un mero ingrediente de la vida social tal y como aparece vulgarmente en el entorno social. Es una dimensión constitutiva de todas las prácticas sociales. Porque ninguna forma de actuación humana puede concebirse sin esta dimensión simbólica que es parte fundacional de su conciencia.
Es decir, en oposición a las tesis de la escolástica marxista, considero que la simbólica cultural no constituye estrictamente hablando una «superestructura», porque «sin producción social de sentido no habría ni mercancía, ni capital, ni plusvalía» es decir, estructura económica. La cultura posee por tanto un carácter totalizador del acontecer humano: se encuentra en todas las manifestaciones de la vida individual y colectiva, está en todas partes: verbalizada en el discurso, cristalizada en el mito, en el rito y en el dogma, incorporada a los artefactos, a los gestos e incluso a la postura corporal. La cultura se define como una especie de intrincada red neuronal de significados que incluye lo individual y lo colectivo; y la sociedad, como su concreción mediante actos simbólicos cuya vigencia se establece en un común acuerdo tácito: la comunión en la misma cultura. En conclusión, conjuntamente con la estructuración de la conciencia, aparición del ser individual, se estructura el ser social, en la medida en que su conciencia se va configurando según un acogedor sistema de formas simbólicas comunes[11].
NOTAS:
[1] Por supuesto podríamos contemplar dimensiones más restringidas dentro de cada identidad, en la medida en que cada sociedad especializa sus manifestaciones según sus necesidades: la lengua, el arte, la tradición oral, la literatura, la danza, la política, la economía, etc., serían manifestaciones más específicas, rasgos concretos de la actividad cultural.
[2] Y ello en una acción de doble sentido: desde las ciencias de la naturaleza desentrañando relaciones entre la psicología animal y la humana. Desde la psiquiatría, la psicología y el psicoanálisis, describiendo las poderosas fuerzas instintivas que impulsan nuestra conducta. Hasta hace relativamente poco tiempo muchos etólogos ―entre quienes cabe destacar a científicos de la talla de Konrad Lorenz― proponían una radical separación entre el comportamiento innato y el aprendido. Sin embargo, las aportaciones efectuadas por la psicología experimental permiten afirmar que los comportamientos pueden tener su origen en procesos en los que las dos formas de acción estarían imbricadas, de manera que los factores detonantes del comportamiento, genéticos y adquiridos, son de difícil separación. Partiendo de la idea de que podremos entender mejor cualquier proceso psicológico contemplando su filogénesis, la psicología comparada establece parangones entre la conducta de las distintas especies animales, desde los animales más automáticos hasta los de comportamiento más aprendido. Este enfoque ha originado la aparición de disciplinas tales como la etología humana o la psicología animal, cuya mera existencia evidencia la ruptura de la tradicional separación entre lo animal y lo humano, según la cual sólo era admisible la existencia de una psique en la humanidad. La psicología animal, siendo una consecuencia del evolucionismo, afirma que no sólo existe una continuidad evolutiva en los rasgos físicos de las especies sino también en sus capacidades psicológicas y, por ende, en su conducta. Para matizar la separación que en el presente artículo pudiera traslucirse entre lo animal y lo humano, sobre todo cuando se refiere a la inconsciente conducta de un súper-organismo y la reflexión que se realiza sobre la aparición de la conciencia en el acontecer humano, son sumamente útiles los trabajos de Gordon G. Gallup referentes al comportamiento de los animales frente al espejo. Según los protocolos establecidos por Gallup puede apreciarse conciencia de sí en los grandes simios, en especial en los chimpancés, también en los delfines y en algunas especies de urraca. Véase Gallup, G. G. Mirror-image Stimulation and Psychological Research. Washington: State University, 1968. También, del mismo autor: “Self-recognition in primates: A comparative approach to the bidirectional properties of consciousness”, American Psychologist, 32(5), 1977, págs. 329-338.
[3] Me refiero a la especie eciton burchelli de América del Sur, popularmente conocida también por marabunta durante el período migratorio en que la colonia, una vez devastado un territorio de caza, busca nuevos enclaves donde situar su nido.
[4] En este sentido es necesario hacer alguna fascinante matización. Para comprender ciertas reacciones en el comportamiento de la economía de nuestra sociedad, el economista Paul Ormerod describe el siguiente experimento, realizado por ciertos entomólogos a mediados de los años ochenta según el autor. Ubicadas dos fuentes de idéntica comida a igual distancia de un hormiguero y reponiéndolas con regularidad, debemos esperar que la fuente más usada sea aquella más visitada por las exploradoras, ya que en principio la senda más usada estaría impregnada con una mayor cantidad de feromonas. El resultado del experimento sorprende al científico, ya que la afluencia de las hormigas colectoras a las fuentes de comida no guardará proporción con la de las exploradoras. Se observará que cada hormiga, al salir del hormiguero, puede realizar una de entre tres acciones diferentes:
1.- Puede volver a la fuente de comida que utilizó por última vez.
2.- Puede seguir el rastro de otra hormiga que, de regreso, hubiera establecido contacto con ella.
3.- Puede dedicarse a explorar a la búsqueda de nuevas fuentes de alimento.
Como conclusión ha de admitirse una cierta posibilidad de decisión, que potenciaría las probabilidades de supervivencia de la colonia al ampliar las posibilidades de adaptación a un medio en constante transformación, pues este modelo de conducta predeciría el posible agotamiento de las fuentes halladas. Esta posibilidad de enriquecer la conducta mediante acciones que no se ajustan a la estricta costumbre adquirida matiza la rigidez química de la inteligencia colectiva, pero, lo que desde luego no hará ninguna hormiga es tumbarse al sol, negarse a buscar comida o reivindicar una jornada de descanso. Es decir, salirse del esquema de trabajo que organiza la inteligencia colectiva, que comprende el porcentaje de individuos que se dedican a las diferentes tareas en paralelo. Véase Ormerod, Paul. Butterfly Economics: a new general theory of social and economic behaviour, Faber & Faber Inc, 1998.
[5] No obstante, los estados químicos corporales siempre se encuentran en una exuberante multiplicidad, no obstante, existen ocasiones en que el organismo se ve invadido por lo que podríamos expresar como una oleada de química homogénea En tales casos la conciencia se hallará secuestrada de sus posibilidades electivas, la saturación química hallará en la conciencia una simbolización intensa, difícil de soslayar.
[6] En el orden natural la aniquilación aparece como una fuerza predadora indirectamente nutricional, toda vez que suprime la rivalidad por el nutriente y, puesto que impide la superabundancia de una especie, constituye un elemento fundamental en la regulación del equilibrio ecológico.
[7] Por otra parte, la información simbólica se puede transmitir de individuo a individuo en el presente compartido, pero hemos aprendido a diferirla a través del espacio y del tiempo. Así, las relaciones simbólicas que otros hombres pudieron mantener hace miles de años y a miles de kilómetros de donde hoy me encuentro, configuran una parte de mí cuyo peso específico me resulta imposible determinar pero que, a buen seguro, están resonando en el lector a través de cuanto escribo.
[8] Cassirer realizó sus primeros trabajos sobre las formas simbólicas en la Biblioteca Wargurg, entre los años 1922 y 1925. En este período comenzó la publicación de los tres volúmenes en los que se divide su Philosophie der symbolischen Formen (1923-1925-1929). Esta obra ha sido traducida al español: Filosofía de las formas simbólicas, (3 vols.), Méjico: Fondo de Cultura Económica, 1998. La cita que aparece en el texto ha sido extraída, no obstante, de Panofsky, E.: La perspectiva como forma simbólica, Barcelona, Tusquets, 1985, p. 23. Esto es así porque para la concepción del término, Cassirer se inspiró en la historia y estudio teórico del arte y, más concretamente, de las ideas de Wargurg. Partiendo de la obra de Abraham Moritz Warburg (1866-1929) y esquematizando al máximo sus aportaciones, podemos decir que su originalidad radica en el estudio de la transformación de los temas en el devenir de la historia del arte y los estilos artísticos. Sus tesis suponían el abandono del puro estudio formalista de la pura visualidad para el estudio de la obra de arte, otorgando mayor importancia a los temas y ocupándose de los posibles contenidos exógenos a la obra de arte. La interpretación iconológica del arte intenta explicar la forma artística como una manifestación de aquello que constituye el universo de los valores culturales del referente sociocultural en el que la obra se produce, ubicando el contenido ideológico en el centro de la significación intrínseca las imágenes. Se sustituye así el concepto «forma» por el de símbolo, utilizando todo tipo de fuentes documentales propias del contexto cultural histórico para hallar las explicaciones que justifiquen la configuración de la obra. De tal manera, que ésta se transforma en indicador especular de una especie de espíritu objetivo colectivo, una suerte de Kulturgeist de una época. A la muerte de Warburg su extensa biblioteca constituirá la base sobre la que se fundará el Warburg Institute que tanta importancia tendrá en los estudios de historia del arte en el presente siglo. Con la llegada del nazismo al poder en Alemania el Warburg Institute se trasladó a Londres, continuando su tarea de difusión de los planteamientos iconológicos a través de la famosa publicación Jurnal of Warburg Institute, que se publicará desde 1937, y agrupando en su zona de influencia a muchos de los más destacados historiadores del arte del siglo XX. Uno de ellos, tal vez el más influyente autor de cuantos constituyen la nómina de los iconólogos, Erwin Panofsky (1892-1968), emigró a Estados Unidos donde creó una escuela de iconología centrada en el Institute for Advanced Studies de la Universidad de Princeton, donde fue profesor entre 1935 y 1962.
[9] El que es considerado más influyente representante de la concepción simbólica de la cultura en el área de la antropología cultural, Clifford James Geertz, fue, desde 1970 hasta el 2000, profesor de ciencias sociales en el Institute for Advanced Studies de Princeton, donde además fue profesor emérito desde el 2000 hasta su muerte en 2006, aunque el tronco fundamental de sus tesis fuera estructurado durante el período en el que perteneció al equipo de antropólogos de la Universidad de Chicago (1960-70).
[10] Véase, Clifford Geertz. The interpretation of the cultures, (1973). Traducida del inglés por Alberto Luis Bixio, Interpretación de las culturas, Barcelona: Gedisa, 1988.
[11] El párrafo es una síntesis de las ideas expresadas por Gilberto Giménez Montiel en “La concepción simbólica de la cultura”, Teoría y análisis de la cultura (2 vols.), México: Conaculta, 2005, págs. 67-87.
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