En entradas anteriores del presente blog, he afirmado que el ser humano se funda a medida que aprende a serlo según el sistema de humanización que lo acoge desde su nacimiento. Si esto es así, cabe plantearse si nuestra filogénesis resulta ser un viaje que, partiendo de un determinismo genético, nos lleva a otro de orden educativo. ¿Queda el ser humano supeditado al sistema cultural aprehendido? La cultura es, en principio, una estructura humanizadora comunal, que se enseña y se aprehende. Todos los sistemas culturales deberían permanecer inmutables, pero, de hecho, se mueven.
El ser humano lo es en lucha contra las poderosas fuerzas de la determinación. Parece el lugar donde batallan dos naturalezas contrapuestas. Una, pretende su inclinación ante los determinismos. Otra, persigue la auto determinación, domeñar la presión del medio, transformar el impulso del instinto, rehacer los condicionamientos dados en los implantes culturales.
La humanización plena es la búsqueda de una originalidad singular del ser, la conciencia de individuo, único, diferenciado. Esto exige, entre otras cosas, la continua revisión individual del sistema de humanización aprehendido en forma de agresiones a las estructuras culturales implantadas.
El concepto de modelo de vida, asentado en criterios de índole normativa, es la base sobre la que operan antropólogos como David Bidney (1908-1987), quien, para comprender en su totalidad los procesos socioculturales, propone, junto con el estudio del acatamiento de las normas comunes, hacerlo también respecto a las capacidades «antinormativas» del individuo. Para Bidney, la cultura es una creación histórica del hombre que depende para su propia continuidad de su transmisión-conservación, pero también de una intervención generacional libre, creativa, «readaptativa»[1].
La cultura nos condiciona, indudablemente, pero no nos determina. Esta oposición individual al condicionamiento cultural es la fuente de la que se nutre el proceso de personalización que se alza frente y conjuntamente a lo identitario.
Tal posibilidad conlleva la existencia de una capacidad de agresión a las instancias exteriores responsables de los implantes culturales normativos para alcanzar una conducta auto determinativa. El ataque a las instituciones, ―desde la familia al estado, pasando por la escuela o la estructura productiva― Pero también, y antes que nada, supone la posibilidad de agresión interna a las propias estructuras implantadas durante la asimilación cultural. Es decir, «auto-agredir-se» en las certezas, convicciones y apegos aprehendidos.
Así pues, la autodeterminación depende en principio de las posibilidades que tenga un individuo de transformar las formas del ser que le han sido suministradas desde la infancia según los modelos de su cultura materna.
Desde luego, existen límites en la posibilidad de agresión interna, tanto como existen en las posibilidades de agresiones externas, a las instituciones sociales. La autodeterminación se mueve en un equilibrio entre la agresión y la conservación de los modelos existentes dentro y fuera del individuo. Agredir las estructuras para subvertir las identidades, tal parece el camino de la individuación. El alcance de estas agresiones personales puede ser tan extraordinario que en ocasiones logran alterar radicalmente el orden de la vida en común, el sentido de la propia cultura.
La libertad es autodeterminación, que es autogeneración, y esto se dará en la medida que los individuos sean capaces de crear sus propias formas de humanidad, generando nuevas estructuras culturales, en principio dentro de sí para, posteriormente, ser proyectadas fuera de sí como nuevos modos de humanidad, una personalidad no exacta al ideal de identidad colectiva.
La fuerza productiva, el ejercicio creativo de libertad, radica siempre en la capacidad de generar agresiones vitales con la intención de transfigurar tanto las inercias genéticas como las presiones determinativas de la cultura.
El ser humano está capacitado para oponerse a las certezas, para agredirlas, ya provengan de los primigenios automatismos o de los implantes culturales. La agresión creadora, ya sea endógena ―a los instintos y a los implantes― o exógena ―a las instituciones―, parte de la revelación de un desacuerdo y también de la confianza en una «otra vía».
Si todo va bien, la angustia revelada ante un implante cultural determinado, vivido en frustración represiva, se acompañará del discurso de su descripción y el de sus causas, conjuntamente de un proyecto transformador cuyo resultado final será la aparición de una estructura diferente que promete consuelo.
Pero todo ello será insuficiente si no existe una voluntad de cambio y un esfuerzo en los hechos tanto internos como externos. El elemento redundante, el implante agredido, siempre ofrecerá resistencia a su trasformación. Parece que existiera una ley de mínimo esfuerzo psíquico, según la cual, una cierta inclinación acomodaticia nos atrae hacia lo ya conocido, lo existente dentro y fuera de cada uno.
Esclarecer las relaciones que se establecen entre los instintos y sus inconscientes encarnaciones en determinados rasgos culturales, es la base del psicoanálisis y hace extraordinariamente difíciles las «endo-agresiones creativas». La seguridad cultural encierra una buena cantidad de neurosis, a veces colectiva.
Resulta sorprendente constatar hasta qué extremos puede llegar la inclinación acomodaticia del ser humano a las redundancias culturales. Hasta dónde hacen soportar dolorosas esclavitudes. La aceptación de los modelos identitarios puede ser más deseable que el rechazo de sus inconvenientes. El poder de lo cierto, de los existente, hace difícil asumir el peso de la incertidumbre frente al cambio.
La agresión creadora es siempre una aventura peligrosa, porque requiere de una incursión en campo abierto, un abandono de la casa cierta para construir otra de momento inexistente. Poner en precario los equilibrios alcanzados, casi siempre tan amados como denostados, amenazar la conjunción del ser y del tejido social, diluir la solidez de lo conocido en el fluido de la esperanza. El miedo aísla la agresión, la expulsa del concierto de las certidumbres, también segrega socialmente al agresor, culpable de traicionar lo heredado. Por fría y tenebrosa que sea, salir de la prisión a lo desconocido no siempre es la opción deseada, aunque las puertas se abran. Parece más fácil atender a su acomodo que salir a la intemperie en busca de nuevo refugio. En definitiva, sólo son libres los valientes, y no siempre.
¿Cuáles serían los límites de estas agresiones anti normativas? Cabe pensar que la agresión será tanto más aceptable cuanto más se evidencia la viabilidad del lugar futuro y sus ventajas frente al anterior. Salir de una inercia sin sitio al que dirigirse es empresa casi impracticable, la escapatoria requiere una mínima promesa de refugio. El miedo guarda a la realidad de la utopía.
NOTAS:
[1] Véase David Bidney. “The Varietes of Human Freedom”, en AA.VV. David Bidney editor. The Concept of Freedom in Anthropology, La Haya: Mouton, 1963, págs. 11-34. Del mismo autor “The Problem of freedom and Authority in Cultural Perspective”, en Theoretical anthropology, New York: Colombia University Press, 1954, págs 467-484.
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