La diferencia entre los actos animales, reflejos, y los humanos es similar a la existente entre la imagen especular y una pintura. La primera es el producto inevitable de las leyes físicas, la segunda es, además, una elección donde se concreta lo que es significativo en una conjunción amplia de deseos.
La libertad opera desde la posibilidad de transformar los automatismos del instinto arcano en espontaneidad, dotando al acto-reflejo de un sentido volitivo de impulso propio.
Todo cuanto percibimos causa en nuestro cerebro una «respuesta-reflejo», inmediata, automática. Sin embargo, en el ser humano, ha de confrontarse con otra que surge de filtrar el impulso primero a través de un medio cerebral más amplio[1].
A diferencia del animal, que se orienta por la inmediata satisfacción de la intensidad originada por el estímulo presente, no sólo experimentamos la circunstancia inmediata, sino que nos es posible construir la vía que mejor satisfaga una previsión mental de las necesidades del individuo en un área de existencia más extensa que la meramente ocupada por la respuesta ante el estímulo presente aquí y ahora, incluyendo los sentidos vitales generados en el pasado y los intereses de continuidad en el futuro.
Yendo más allá de la instantánea pertinencia que el acto-reflejo posea para resolver la específica complejidad surgida frente al estímulo concreto, en un aquí y ahora, el ser humano es capaz de prever sus efectos en su potencial transformación de un entorno más amplio y su eficacia para el logro de sus necesidades en conjunto. Es decir, la primera intensidad pulsional se ve sometida a una revisión por la cual se recontextualiza conforme una realidad interna más global que la constituida por la experiencia directa ante el estímulo.
El ser humano es capaz de diferir el imperioso automatismo devenido de la experiencia inmediata valorando los efectos futuribles, invistiendo con ello el original impulso al instinto con actos a veces muy distantes, incluso contrarios, al mismo. Así, el acto reflejo se reprime y es permutado por otro que lo consuela, pero no se pliega a su mandato. Por ejemplo, ante un peligro de agresión, el ser humano es capaz de dar paso al acto conciliador, reprimiendo la inclinación primera a la destrucción o la huida.
El acto-reflejo es el motor que impele a la acción, pero, en la humanidad, se halla reconfigurado según modelos de realidad que escapan de la reflexividad animal. Lo maravilloso es que nuestro cerebro es capaz de efectuar estas operaciones en una fracción infinitésima de segundo y se le puede adiestrar para ello.
La construcción de estos modelos de realidad en lo humano va perfilando una conexión personal de lo exterior con lo interno y de lo interno entre sí. Esta conexión va perdiendo su primitiva naturaleza refleja, automática, para adquirir paulatinamente otra de índole valorativa, que evalúa las capacidades transformadoras de los actos y su poder adaptativo en función del modelo cultural interiorizado.
El resultado de este prodigioso proceso es el paso de la conducta automática a otra que, en términos tal vez no muy precisos, con resonancias en la tópica lacaniana y en la antropología cultural, podríamos denominar «conducta simbólica», al hacer de nuestros actos símbolos, a veces crípticos, de las primigenias pulsiones.
La libertad humana, en definitiva, surge de la fuerza que seamos capaces de interponer entre los estímulos y su consiguiente acción refleja, transformando los patrones automáticos por los que deberíamos estar gobernados. La libertad, es pues el resultado de modelar la intensidad primitiva de respuesta inmediata al estímulo. Amplía o reduce el campo de sus implicaciones vitales y, finalmente, sustituye la actuación previsible por otra con un alto grado de indeterminación, «auto determinativa».
NOTAS:
[1] Fue Joseph LeDoux, investigador del Center for Natural Science de la Universidad de Nueva York, quien, a mediado de los años ochenta, comenzó el estudio de los complejos procesos del aparato límbico del cerebro humano. Grosso modo, podríamos resumir el resultado de sus investigaciones como la demostración de la existencia de un doble circuito neuronal a la hora de procesar la información transmitida desde los sentidos al tálamo cerebral. De éste partirían dos impulsos neuronales; el primero, más directo, estimularía la amígdala, en demanda de respuesta inmediata. El segundo, siguiendo una vía neuronal más larga, estimularía la zona, o zonas, del córtex y el neocórtex encargadas de reaccionar ante la específica información. A diferencia de lo que hasta entonces se pensaba, la amígdala tiene la primacía frente al neocórtex en lo que a tiempos de reacción se refiere. La velocidad con que la información sensorial procedente del tálamo llega a la amígdala es sorprendente, prácticamente una sola sinapsis, esta interconexión hace que la amígdala comience a responder al estímulo mucho antes que el neocórtex haya podido comenzar a ponderar la información a través de los diferentes circuitos neuronales que correspondan y, por lo tanto, se percate de lo que ocurre y emita una respuesta más elaborada. Esto, si se me permite el símil filosófico, haría posible concebir las reacciones del cerebro como una especie de relación dialéctica entre la funcionalidad de los dos órganos cerebrales, en la que cada uno pretende intervenir en las decisiones del otro. Sobre una más correcta información véase: Joseph LeDoux. “Sensory Sistems and Emotion”, Integrative Psychiatry, nº. 4, 1986. También, “Emotion and the Limbic System Concept”, Concepts in Neuroscience, nº. 2, 1992. Por ultimo, “Emotional Memory Systems in the Brain”, Behavioral and Brain Research, nº. 58, 1993. Los contenidos de estos trabajos se hallan en The emotional brain, Nueva York, Simon & Schuster, 1996. Traducida del inglés al castellano por Marisa Abdala, El cerebro emocional. Barcelona, Planeta, 2000.
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