II.- Tabúes y transgresiones

Publicado el 8 de junio de 2024, 19:26

Entendida como herencia materna de humanización, la cultura es el complejo conjunto de características distintivas que, en un espacio y en un tiempo determinados, otorgan a un individuo, a un grupo social, a una sociedad o a un pueblo las formas de expresión concreta de su humanidad.

Como aparato inductivo de humanidad, la cultura es una estructura maestra heredada, pero, no solo podemos entenderla así. Además, puede ser contemplada como un producto en evolución. Aunque no todas en igual magnitud e intensidad, las culturas están en continua reelaboración. Son inductoras de sus propias transformaciones. Así pues, la cultura es algo más que la maestra de la humanidad y su madre protectora, es también hija de sí misma. Porque cada generación contribuye a su transformación, incorporando a las formas de ser humano un capital de modos inexistente en las generaciones precedentes. En ocasiones, estas aportaciones pueden suponer elaboraciones innovativas capaces de transformar radicalmente las heredadas.

Bueno, ya no somos la humanidad del Paleolítico, ¿o sí?

La cultura, pues, no sólo es un referente estático, determinado y determinante de manera absoluta, que se aplica en el proceso de humanización de modo inmutable. También es la manifestación específica, en tiempo y lugar concretos, de una dinámica acumulativa en la forma de humanidad. Todos los aspectos hasta aquí enumerados que constituyen cultura y todos aquellos que el lector pueda imaginar en el ejercicio cotidiano de su vida, son referentes en los que podemos ver moduladas las manifestaciones de esa dinámica cultural, individual y colectiva, ya se ponga de relieve a través de un acto racional o, en las antípodas de éste, se desvele mediante una actividad expresiva de lo emotivo.

De lo dicho no es difícil colegir que para que una cultura pudiera llevar a cabo su esencial función humanizadora, ha de fundir en sí tres entramados vitales. Dos son complementarios, el otro antitético.

Primero, toda cultura integra el conjunto de rasgos configurados en la común tradición que la tipifica, conjuntamente con una serie de instituciones, más o menos sistematizadas e igualmente heredadas, que garantizan su transmisión, su aprehendizaje y, por tanto, su conservación.

En segundo lugar, la cultura ha de poseer una estructura capaz de revisión que permita vehicular el planteamiento de conflictos insatisfechos mediante agresiones a las dos instancias anteriores, así como la construcción de alternativas conciliadoras en la peculiaridad de sus resoluciones.

En síntesis, este esquema de cultura podría reducirse al desarrollo dialéctico de dos grandes sistemáticas de adaptación de lo humano al entorno. La conservación de los rasgos culturales heredados y la transformación de los mismos para readaptar lo humano a los cambios del entorno. Estatismo y transformación, conservación y dinamismo, polos en permanente dialéctica. Según esto, el éxito de una cultura como sostenedora de una cierta identidad, su capacidad para mantener saludable del estado de humanidad en ella definida, radicaría en el equilibrio entre estos procesos enfrentados, preservación y readaptación. O, si se prefiere, entre la persistencia en la seguridad y la asunción del riesgo.

A una cultura asentada en ese teórico equilibrio, la podríamos denominar «cultura de la creatividad», pues descansa en la posibilidad de otorgar al ser humano capacidades para vivir certezas estabilizadoras de la psique, pero también admite la existencia de conflictos, permite soportar las dudas y capacita al individuo para la reelaboración creativa de las estructuras heredadas para la adopción de las mismas. Pero, sobre todo, le otorga capacidad de hallar satisfacción en el proceso.

A diferencia de este modelo, las culturas arcaicas son en síntesis sistemas basados en la defensa a ultranza de una operatividad humana que se ha demostrado solvente en el ejercicio de la supervivencia. El efecto principal de dicho sistema es la certeza inconmovible en la idea de que únicamente sin apartarse un ápice del proceso humanizador heredado es posible la continuidad de la vida.

En ello radica el esencial conservadurismo de toda cultura ancestral que, tengámoslo en cuenta, siempre se hallaba enfrentada a la inminencia de su disolución en el desastre. En ese estadio, la mejor cultura es simplemente la que se perpetúa. Así pues, permanecer apegadas a los esquemas de pensamiento heredado resulta ser su principal cometido en una hipertrofia de las sistemáticas conservadoras.

El orden cultural arcaico queda fijado en el tabú. El horror al cambio se entrelaza con un terror atávico al caos. La mínima proposición de transformación cultural es contemplada como una llamada a la desintegración. Una ofensa mortal a las fuerzas trascendentes que rigen el orden de las configuraciones humanas que ha de contrarrestarse mediante la proyección de barreras represoras de cualquier tentativa de cambio.

El tabú opera en el interior de cada miembro de la cultura. Allí implanta elementos represores activos que, ante cualquier intento de transgredir las estructuras culturales aprehendidas, emiten poderosas descargas psíquicas de miedo, culpa y castigo. El tabú es tan poderoso en ocasiones que, antes que la tentación agresora llegue a configurarse en el pensamiento, la presencia de la angustia se hace notar en el individuo. La cultura arcaica no posee la capacidad de auto-revisión que hace posibles las agresiones, una comprensión mitológica de la identidad es aplicada de forma acrítica a la praxis de la vida. Obediencia y acatamiento a la herencia, la cultura se hace ley.

Sobre el tabú se generan las manifestaciones de comportamiento moral y la legislación de las leyes civiles, que dirigen al unísono la fijación de instituciones garantes de la perpetuidad cultural mediante una continuidad político-social sometida a regulación, así como la represión y corrección de las desviaciones para la supervivencia de la propia sistemática cultural. Aspecto fundamental de esta estructura preservativa la constituye la existencia del lenguaje cuya función primordial es la fijación y la transmisión del propio sistema. La autoridad social se mantendrá en activo mientras el tabú interiorizado permanezca operativo entre los miembros de la comunidad[1].

La más evidente derivada del radical conservadurismo de las estructuras culturales arcaicas tal vez sea su primordial hostilidad hacia otros sistemas culturales. El conservadurismo a ultranza concluye que la identidad humana supone una determinación incompartible con la forma que adquiere en otras culturas.

En el orden cultural arcaico, el principio de humanización es excluyente. Su etnocentrismo tiene un carácter fundamentalista, repudia cualquier otra forma de cultura, porque rechaza cualquier otra forma de ser humano diferente a la propia. Toda humanización no coincidente con la propia cultura es considerada inexistente. Porque la posibilidad de hallar otras formas de adaptación humana al entorno es en si misma un atentado a la vernácula, una prueba de la posibilidad de cambio sin catástrofe. El odio al otro es necesario para la conservación de lo propio y la violencia ejercida sobre él plenamente justificada en la imposibilidad de reconocerle humanidad.

Se es humano en adscripción exclusiva a la cultura propia, el resto de humanidades en la aplastante lógica del tabú, simplemente, no lo son. La identidad propia como única forma de verdadera humanidad relega cualquier otra forma de humanización al universo de lo inhumano, de lo demoníaco, de lo salvaje[2].

No obstante, a mi modo de entender, cuantos más salvajes entendamos que existen, cuantas más culturas arrojemos al ostracismo de la inhumanidad, más salvajes seremos. Es la propia actitud de exclusión la que tipifica al salvaje, que erradica de la humanidad a quienes no son idénticos a sí mismo. Dicho de otra forma, salvaje es aquel que cree en el esencial salvajismo de la otredad.

Si los cambios en las culturas arcanas no parecen poder producirse desde el seno de la propia cultura, en este estadio de humanidad, las transformaciones culturales sólo son posibles ante la llegada de poderosas agresiones externas: ya sea el encuentro, bélico o comercial, de dos o más culturas, ya se trate de cambios en el medio ambiente natural que demuestran ineficaz la estructura adaptativa y se rompe el equilibrio ecológico entre el grupo social y el medio.

En este último caso, sería un aumento demográfico el que podría poner en crisis un esquema cultural hasta ese momento eficaz. De hecho, sería su propia eficacia la que habría permitido ese incremento desequilibrante en el número de individuos pertenecientes al sistema cultural pero, en algunos casos, las migraciones masivas en la antigüedad pueden ser entendidas como prueba inequívoca de su persistente conservadurismo pues, lejos de acometer una readaptación cultural a las nuevas condiciones, algunos pueblos prefieren desplazarse a la búsqueda de una tierra, más o menos prometida, en la que el medio natural vuelva a revelar la eficiencia de las estructuras culturales conservadas. Las diásporas del pueblo judío son paradigmas de esto que digo.

La expansión territorial, las migraciones y, en definitiva, el choque entre culturas, son causas de cambios en las culturas arcaicas, pero en manera alguna son el resultado de la existencia de un aparato dinamizador interno.

El fundamento conservador de las estas culturas y en general su etnocentrismo, cede en su rigor cuando aparece la eficiencia tecnológica de las culturas contemporáneas occidentales. En estas el antiguo paradigma salta por los aires. La cultura no trata de adaptar la humanidad al medio natural. La cultura se transforma en un sistema transformador de la naturaleza, a la que pretende domeñar a su acomodo. 

Sin embargo, no es en la cuantificación tecnológica donde deberíamos situar la esencial diferencia entre éstas culturas nuevas y las antiguas. Creo que el portentoso desarrollo tecnológico de las culturas posindustriales no es causa sino, más bien, efecto de un proceso más profundo de transformación, a saber: la incorporación de un aparato humanizador autogenerativo, dinamizador que, en un fascinante proceso histórico, ha venido sobreponiéndose en Europa a las conservadoras fuerzas culturales arcaicas[3].

La descripción de las condiciones culturales que han venido sumándose a lo largo de siglos en Europa para hacer posible la paulatina configuración de esta estructura cultural dinámica, es una tarea que excede con mucho mis capacidades. Ni siquiera considero posible plantearme su esbozo a grandes rasgos. No obstante, aún a riesgo de hacerme acreedor de una justa reconvención por parte del lector mejor formado que yo, sí quisiera poner un ejemplo sobre el que, sin pretender situarlo como hito histórico fundacional, sí poder ilustrar la significación creativa de este proceso en nuestra civilización.

En 1516 Thomas More publicaba su Utopía, editada en uno de los centros culturales de mayor prestigio en su momento, la universitaria ciudad de Lovaina. Aunque el título es en sí mismo significativo de lo que me propongo resaltar[4], no me interesa en principio hablar de las armónicas cualidades político-sociales de la afortunada isla porque, desde mi punto de vista, lo verdaderamente significativo es el hecho en sí de que, a comienzos del siglo XVI en Europa, alguien tuviese la idea de proponer un sistema sociocultural alternativo, que por demás presentaba profundas agresiones críticas y diferencias con respecto del heredado[5].

No interesa tanto el discurso específico de estas diferencias sino el hecho en sí de proponerlas. La capacidad individual de agresión a la herencia cultural implantada que demuestran. Sobre ella que se levanta la libertad de creación del autor.

Considero este hecho un buen ejemplo para ilustrar un sentido distinto en cuanto a la producción de bienes culturales, diametralmente opuesto a la redundancia cultural de la escolástica medieval, que, a su vez, podemos considerar un sistema de producción resultante del conservadurismo arcaico.

Al escribir Utopía, More crea un no-lugar, un espacio inexistente en lo heredado, pero que puede llegar a ser. Un lugar posible, cuya característica más destacada es el hecho de aparecer como alternativa a lo existente, éticamente más deseable. Un lugar en la cultura desde el cual la cultura puede ser atacada en el deseo de transformarla, a mejor, según un individuo.

Me gustaría que el lector tuviera presente esta idea mientras me acompañe: lo que caracterizará a la cultura moderna occidental no es la vastedad de ámbitos culturales sobre los que se extienda una utopía, ni el grado de dogmatismo con el que se construya la ideología propuesta para alcanzarla. Es el hecho en sí de poder concebirla.

Alguien, sometido al mandato conservador de una cultura arcaica, celosamente guardada por el tabú desde la institución religiosa, proclama la existencia de una alternativa. Un sistema de humanización, otro, concebido desde la propia cultura. Esa es la quintaesencia de la cultura europea.

Eso y el derecho a obrar en consecuencia para obtenerla, que vino después.

Resulta maravilloso. Tras de todas sus miserias, la europea es una cultura que alberga la lucha contra ella misma como parte de sí. No había existido nada parecido hasta su aparición.

 

[1] La existencia de la que podría ser llamada una endoagresión autodeterminante, agresión interior de cada individuo a las estructuras culturales implantadas desde la infancia, se hace prácticamente irrealizable. No obstante, a pesar de la extraordinaria fuerza del tabú arcano, existen sujetos capaces de agredir internamente las estructuras culturales implantadas, la ley. Paso obligado que precede al ataque de las estructuras externas, sociales. 

[2] La humanidad acaba en las fronteras que delimitan el territorio donde se asienta la determinada manifestación cultural, la vigencia de las costumbres, la lengua, la religión etc. En este sentido es revelador el número de etnias que se denominan a sí mismas «los hombres» o «los buenos», «los excelentes» o «los completos». Mientras, los otros son «los malos», «los monos de tierra» o «los piojos». A menudo al forastero se le priva incluso de realidad, denominándolo «fantasma» o «aparición». Resulta revelador en este sentido la espeluznante experiencia registrada durante la conquista de América. Mientras los españoles mandaban comisionados para dilucidar si los indígenas poseían alma o no, éstos observaban los cadáveres de los extranjeros para ver si se pudrían o no. Ambas cosas se hacían para ver si se trataba de seres humanos, unos para poderlos esclavizar sin ofender a Cristo y otros para matarlos sin el más mínimo temor.

[3] La idea de fraternidad humana, la comprensión incluyente de la humanidad por encima de la etnia y la cultura determinadas, aparece bastante tarde en la historia de la humanidad y, lamentablemente, tiene menos extensión de la que desearíamos. Nuestra sociedad no se ha liberado por completo de los esquemas arcaicos. En todo caso, la presunción de igualdad en cuanto a la validez ética de las culturas otras, permanecerá vedada en relación proporcional al grado en que lo esté la capacidad de transformación interna del individuo. «En el lenguaje del sentido común, la identificación se construye sobre la base del reconocimiento de algún origen común o unas características compartidas con otra persona o grupo o con un ideal, y con el vallado natural de la solidaridad y la lealtad establecidas sobre este fundamento. En contraste con el “naturalismo” de esta definición, el enfoque discursivo ve la identificación como una construcción, un proceso nunca terminado: siempre “en proceso”. No está determinado, en el sentido de que siempre es posible “ganarlo” o “perderlo”, sostenerlo o abandonarlo. Aunque no carece de condiciones determinadas de existencia, que incluyen los recursos materiales y simbólicos necesarios para sostenerla, la identificación es en definitiva condicional y se afinca en la contingencia. Una vez consolidada, no cancela la diferencia. La fusión total que sugiere es, en realidad, una fantasía de incorporación.» Véase HALL, Stuart. “Introducción: ¿quién necesita «identidad»?”. en AA.VV. Stuart Hall y P. Dugay, compiladores. Cuestiones de identidad cultural. Buenos Aires: Amorrortu, 2003. pp. 13-39.  Puede hallarse enhttp://disciplinas.stoa.usp.br/pluginfile.php/123892/mod_resource/content/1/Hall%201996%20Cuestiones%20de%20identidad%20cultural.pdf

[4] El título completo de la obra, escrita originalmente en latín, rezaba: De optimo republicae statu deque nova insula Utopia (El mejor estado de la república y la nueva isla de Utopía). La Utopía, como comúnmente se la conoce, fue traducida al inglés en 1551, desde entonces hasta ahora ha sido traducida y editada al español en diferentes ocasiones. La última de la que tengo noticias es una traducción del inglés a cargo de Pedro Voltes, publicada en Barcelona por Espasa-Calpe en el 2005.

[5] Tal vez la más conocida de estas diferencias sea la inexistencia de propiedad privada en Utopía, así como el hecho de afirmar, a través de Hytlodeo, la imposibilidad de alcanzar el bienestar de los hombres mientras tal sistema persista.

 

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