A la hora de explicar la extraordinaria popularidad que adquieren los productos de divulgación sobre los misterios de la vida animal, no puedo dejar de advertir una subyacente inquietud general por esclarecer algunas de las bases primordiales del comportamiento humano. Comparar nuestra forma de actuación con la de los animales, pensar sus relaciones de afinidad en los orígenes, parece haberse convertido en un modo de filosofar al alcance de todo aquel que se asome a los documentales del National Geographic.
Desde luego, esta atracción hacia el conocimiento de la naturaleza no es, ni mucho menos, novedosa. Baste recordar la enorme influencia que a lo largo de la historia y en diferentes culturas ha venido ejerciendo la observación del comportamiento animal. Tanto en lo concerniente a la construcción de relatos míticos como en lo que atañe a la corrección del vicio y a la exaltación de la virtud en las costumbres. Desde los primitivos habitantes de Altamira hasta los actuales yanomamos del alto Orinoco pasando por el panteón del Egipto antiguo. De Esopo a La Fontaine, la sabiduría del reino animal ha servido a la humana explicación del mundo, así como a la transmisión de sus tradiciones morales.
Derivándose de las búsquedas del mito y la fábula, pero ahora desposeída de sus rasgos animistas, religiosos o moralizadores, lo que en principio podría caracterizar el actual interés por la etología es su reorientación científica, suscrita en el seno de un ecologismo que, en última instancia, pretende reinsertar lo humano en lo natural, ámbitos parcialmente disgregados en el devenir histórico[1].
La etología ha puesto de manifiesto la infinita variedad de las conductas animales, así como la extraordinaria precisión que para la supervivencia pueden alcanzar las acciones instintivas. A nuestros ojos resulta cuando menos sorprendente, por ejemplo, comprobar el despliegue de las sofisticadas técnicas de caza de la araña. Es revelador contemplar el derroche de habilidades que muestra el animal a la hora de adaptar su potencial físico a la diversidad de entornos por demás en continua transformación. Tanto en lo que se refiere al tejido de la trampa como al mantenimiento de su eficacia, lo maravilloso del proceso es el hecho de que todas estas cualidades arácnidas son genéticas, surgen de forma automática.
Es decir, lo que parece más fascinante es la inexistencia de un periodo de adiestramiento para adquirir tan maravillosas destrezas tejedoras. Toda esa gama de acciones que revisten una extraordinaria complejidad se consigue en ausencia de un periodo de aprendizaje con el que capacitarse para la resolución de los conflictos emanados en su interacción con el medio.
Dicho de otro modo, las formas de actuación que despliega la araña y que le otorgan su «ser arácnido» se constituyen prescindiendo del contacto con sus semejantes, con otros mayores que a su vez las tomaron como herencia de pasadas generaciones. Su «aracnidad» parece estar en función de un proceso de transformaciones automáticas, absolutamente determinadas por su genética[2].
Bien diferente resulta ser el caso de los seres humanos. La conducta que en propiedad puede ser denominada humana, es aquella que no basa su adaptación al entorno en procesos exclusivamente predeterminados por automatismos de coerción genética. La historia de la humanidad aparece como la crónica de una emergencia mediante la cual el ser humano se libera de los automatismos recibidos en la propia genética. Frente al enorme potencial de adaptación genética, propio del animal, el ser humano presenta una no menos formidable capacidad de adaptabilidad adquirida[3].
El desarrollo de las habilidades que caracterizan la innumerable gama de acciones que denominamos genuinamente humanas, necesita de un largo periodo de capacitación, sin el cual, a diferencia de lo comentado para el animal, lo plenamente humano queda como potencia atrofiada.
Nuestro nacimiento biológico parece un parto humanamente prematuro. El ser humano lo es en virtud de un cúmulo de transformaciones automáticas, pero también en función de otro proceso que, transcurriendo en paralelo, requiere de un aprendizaje para el que estamos genéticamente dotados. Nuestro código genético nos habilita para alcanzar lo humano, para sentirlo, comprenderlo, aprehenderlo y traducirlo en actos, pero éste es un proceso que necesita un auxilio que ha de venir de fuera.
Sólo a través de este transcurso, el nacido potencialmente humano puede ir alcanzando paulatinamente su humanidad en una de las infinitas formas que denominamos persona.
Al conjunto de influencias que hacen posible este precioso discurrir desde la potencia indiferenciada a la concreción personal del ser en lo humano, lo denominaremos cultura. Cultura en un sentido expandido, como estructura maestra humanizadora.
Esto nos lleva a una comprensión ciertamente paradójica del ser humano, en la medida en que podemos definirlo como un animal dotado de una serie de automatismos genéticos que lo capacitan para concebir sistemas adaptativos que no lo son. Dicho de otra manera, el ser humano posee una genética que, en indeterminada medida, es capaz de liberarlo de sí misma.
Un enunciado fascinante, podemos actuar de manera diferente al mandato del automatismo.
Enunciada como estructura maestra de humanización, creo posible comenzar a entender la cultura como el conjunto de aprendizajes que otorgan a un individuo la conciencia de sí, conjuntamente con la capacidad de manifestarla a través de actos que la armonizan con el medio externo. Es sobre el seguimiento del modelo cultural, como el ser humano aprende a dar expresión de su íntima vida emocional en actos adaptados tanto al entorno natural como al humano, dotándolos de utilidad material, de juicio moral y de sentido ético.
Mimetizando las estructuras culturales aprendidas configura y demanda sus propios deseos, afirma valores sobre los que asienta pautas de comportamiento y convivencia que le permiten dar respuesta social a la conflictividad, construye ingenios dirigidos a la satisfacción de sus necesidades materiales y concibe las estructuras simbólicas necesarias para el consuelo emocional de sus frustraciones.
Cuando el individuo accede a una cultura le son otorgados los modos en que, durante generaciones, una determinada tradición ha logrado ahuyentar la humana angustia experimentada frente a la hostilidad del medio y vincularse productivamente con el mismo. Con todo ello, la humanidad demuestra haber pasado de un sistema de adaptación pasivo, automático, integrado plenamente en el propio sistema natural, a otro activo mediante el cual, incluso aprovechando condiciones naturales adversas, transforma el medio hasta hallar en él acomodo.
La humanidad pasa a la acción, inventa, crea órganos artificiales adaptativos que interpone frente a la naturaleza y se separa de ésta embarcado en una estructura de supervivencia adquirida.
Además, el ser humano sostiene en la cultura el peso de su esencial aislamiento individual. Se «religa», se integra socialmente superando sus limitaciones. Se completa con otros, identificándose en el común denominador del compartido sistema humanizador.
Accede, en definitiva, a la identidad que le ofrece la cultura integradora de su sociedad. La común aceptación de mitologías, de costumbres, de leyes, de reglas morales, de instituciones o la producción de ingenios técnicos con los que lograr la adaptación al entorno. Todos estos son aspectos que estarían dentro de esta cohesión de manifestaciones y formas de pensamiento. Una identidad compartida que les permite operar como grupo cohesionado[4].
Por eso, cuando demandamos el acceso de los individuos a la cultura, a una cultura, no hacemos sino vindicar el más fundamental derecho de cuantos pudiera poseer la especie, el derecho a ser humanos.
No lo olvidemos, culturas hay muchas, tantas como formas de humanidad puedan existir[5].
NOTAS:
[1] La revolución industrial sería el hito en el que la naturaleza cesa en su sentido envolvente, como el lugar donde transcurre lo humano, para devenir en objeto envuelto por la capacidad recién adquirida de su explotación económica. Resituar lo humano, reubicarlo en el seno de las relaciones naturales, romper la antinomia entre el reino natural y el del hombre, me parecen objetivos primordiales de los actuales planteamientos ecologistas. En cualquier caso, dignificar lo natural a fin de preservarlo como un bien antes amenazador y ahora amenazado, aparece como una estrategia que, mediante la comparación de hechos empíricamente constatados, genera nexos científicamente enunciados entre el ethos animal y el humano.
[2] Por supuesto me apresuro a recordar que, si bien el grado de automatismo es prácticamente absoluto en animales como la araña, no resulta tan determinante en otros, como primates o delfines. Animales en los cuales es fácilmente apreciable la existencia de conductas no automáticas.
[3] A través de su evolución, cuanto más se aleja de sus originales profundidades filogenéticas, mayor se muestra la flexibilidad humana en cuanto a comportamientos adaptativos frente a la diversidad del medio natural, pero menor es su bagaje genético de supervivencia inmediata. Así pues, mayores han de ser los medios interpuestos frente a la hostilidad del entorno. No cabe duda de que la separación entre los aspectos genéticos y culturales del ser humano constituye la base de debate sobre la que se asientan teorías más recientes y comúnmente admitidas. Tales resultan ser las que definen las culturas como sistemas adaptadores, en cuyo seno podemos situar la obra de autores como el materialista Harris, el evolucionista Service, los ecologicistas Steward, Rappaport o Vayda o los paleoantropólogos Binford y Meggers.
[4] Podríamos contemplar dimensiones más restringidas dentro de cada identidad, a medida que cada sociedad especializa sus manifestaciones según sus necesidades: la lengua, el arte, la tradición oral, la literatura, la danza, la política, la economía, la ciencia, etc., serían manifestaciones más específicas, rasgos concretos de actividad en el marco global de una cultura.
[5] Considero que es situándonos en la antropología desde donde, de una manera más sencilla, podríamos concebir esta concepción orgánica de la cultura que la comprende como el conjunto de operaciones por las que los grupos humanos hallan una determinada manera común de serlo. En 1871 Edward B. Tylor publicó su Cultura primitiva, obra con la que nacía el concepto de cultura tal y como se plantea en la actual antropología social: “La cultura o civilización —entendida en su amplio sentido etnográfico— es aquel conjunto complejo que incluye el conocimiento, las creencias, el arte, la moral, el derecho, la costumbre y cualquier otra capacidad u otro hábito adquiridos por el hombre en cuanto miembro de una sociedad.” En su época, tal definición permitió expandir el concepto de cultura a otras civilizaciones diferentes de la occidental. Después de Tylor autores como Franz Boas, Robert H. Loewie, Bronislav Malinowski o Alfred L. Kroeber, entre otros, han insistido sobre el carácter adquirido de la cultura. Es decir, sobre la diferencia existente en el ser humano entre la herencia biológica y la cultural, así como la inexistencia de una conexión esencial entre las mismas. A partir de 1930 se introducirá una nueva dimensión en las definiciones antropológicas del término. El propio Kroeber, John Dewey, G. H. Mead, Talcott Parsons y, sobre todo, Clyde Kluckhohn son autores defensores de las tesis que harán de los aspectos normativos el eje en torno al que se argumentará la concepción de cultura. La normativa, los valores como principios justificativos identificados con los modelos de conducta adquiridos. Kluckhohn define la cultura como los “[…] modelos de vida históricamente creados, explícitos e implícitos, racionales, irracionales y no racionales, que existen en cualquier tiempo determinado como guías potenciales del comportamiento de los hombres” y más adelante en la misma página “[…] un sistema, históricamente derivado, de modelos de vida explícitos e implícitos, que tienden a ser compartidos por todos o por ciertos miembros específicamente designados de un grupo” Kluckhohn Clyde y Kelly, William. “The Concept of Culture” en The Science of Man in the World Crisis, Nueva York, Ralph Linton, 1945, pág. 97. Correspondería a Franz Boas rectificar el esquema tyloriano contraponiéndole una concepción más dinámica de la cultura, basada en el particularismo histórico. Boas afirma la pluralidad histórica de las culturas, enfatiza sus diferencias, su multiplicidad y la imprevisibilidad de sus derroteros. En español podemos hallar su Cuestiones fundamentales de antropología cultural. Traducida del inglés por Susana W. de Ferdkin, Barcelona, Círculo de Lectores, 1990.
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