Desmantelando la democracia. II.- Navegue con nosotros... y disfrute.

Publicado el 19 de septiembre de 2024, 20:01

Tan solo es publicidad. ¿Cuál es el problema?

Cuando en el año 2004 Mark Zuckerberg creó Facebook, tenía 20 años. Pensaba entonces que la información debía ser libre, abierta al público, para situarlo en un plano de igualdad con los grandes medios de comunicación. ¿Qué cosa podría ser más democrática? De hecho, su red ni siquiera exigiría una cuota para ingresar como usuario y acceder a sus servicios. Estaría abierta a todos de forma gratuita, sin importar la edad, el nivel económico, la adscripción política o el origen cultural. La red se subvencionaría con la publicidad contratada y serían los anunciantes quienes financiarían los gastos para el mantenimiento de la infraestructura necesaria.

Es decir, Facebook funcionaría como lo hacen las televisiones y las radios privadas y su éxito dependería de la «audiencia» que lograse reunir y del número de horas que la mantuviera frente a las pantallas de sus dispositivos, ocupados en disfrutar de los servicios prestados por la red. Parece un chollo, ¿no?

Ocho años después de su creación, en 2012, la propuesta de Zuckerberg había convencido a más de 1.000 millones de usuarios. Bueno, por aquellos tiempos Facebook no tenía mucha competencia, lo cual era un tanto a su favor, pero, aun así, fue un éxito sorprendente. ¡Ciento veinticinco millones de nuevas incorporaciones anuales! No está mal. Ese mismo año compraba Instagram y, dos años después, WhatsApp. Con ello, ya entonces se había convertido en el propietario de la mayor plataforma de publicidad en línea y el mayor canal de comunicación humana de todos los tiempos[1].

Los teóricos de la comunicación de los años noventa contemplaban la emergencia de las empresas tecnológicas de forma mayoritariamente optimista. Recuerdo lecturas como la de Jesús Martín-Barbero, De los medios a las mediaciones. Comunicación, cultura y hegemonía[2], donde señalaba que la emergencia de la Web sería un modo de transgredir activamente todo cuanto se imponía en los sistemas hegemónicos de difusión. Las nuevas tecnologías supondrían una redistribución del poder, la emergencia de plataformas abiertas a la diversidad y a una mayor distribución de los bienes culturales.

Similar optimismo desprendía la opinión del sociólogo Manuel Castells: «Las nuevas tecnologías de la información no son sólo herramientas que aplicar, sino procesos que desarrollar. Los usuarios y los creadores pueden convertirse en los mismos. De este modo, los usuarios pueden tomar el control de la tecnología, como en el caso de Internet»[3].

Las empresas tecnológicas son maravillosas, casi mágicas. Capaces de conectar a todo el mundo con todo el mundo, de enviar y recibir información en cualquier parte de la Tierra, de permitir la docencia de calidad a distancia salvando desigualdades sociales, catástrofes naturales y pandemias. De investigar sin necesidad de viajar a lo largo y ancho del mundo para consultar textos en archivos lejanos, de crear la solidaridad humana mostrando los problemas del mundo y el dolor de la gente en primera persona más allá de las fronteras.

No obstante, a pesar de todo eso, contradiciendo las previsiones y los buenos augurios, cuando pensamos en las plataformas tecnológicas en general y en las redes sociales en particular, se nos vienen a la cabeza una serie de calamidades que de forma acuciante asaltan a cada paso que demos en ese campo. El alarmante aumento de los niños suicidas, las crisis políticas, el descrédito de la democracia, el desprecio general por la verdad, la propagación de los populismos autocráticos, la radicalización irreconciliable de los grupos sociales, la exacerbación de las emociones o el aislamiento social de los individuos son algunos de los males relacionados con el uso masivo del universo digital.

¿Por qué tenemos problemas con la Web y cuál es el problema? La respuesta parece simple, al menos en su enunciado: el modelo de negocio de las empresas tecnológicas es el problema. Sí, las nuevas tecnologías son casi mágicas y su potencial benéfico para la humanidad ilimitado, pero hay dos cosas que jamás debemos perder de vista. Las empresas tecnológicas son creadas con un legítimo ánimo de lucro y, a diferencia de lo que pueda parecer a nuestra experiencia inmediata, ningún servicio ofrecido en la Web es gratis.

Cada vez que, por ejemplo, dos personas se conectan entre sí y no pagan este servicio, lo hacen porque existe una tercera entidad que lo subvenciona y no gratuitamente. Exige algo a cambio de su dinero, a saber: que el canal de comunicación retenga a los usuarios del servicio el tiempo necesario para ser impactados por la publicidad patrocinadora. Google, Facebook, Snapchat, X (Twitter), Instagram, Youtube. Tiktok, Pinterest, Reddit, Linkedin y tantas y tantas otras empresas, tienen un modelo de negocio basado en garantizar que sus usuarios van a permanecer pegados a las pantallas de sus dispositivos el tiempo necesario para ver los anuncios.

Las primeras empresas dedicadas a la comercialización de las tecnologías informáticas comenzaron vendiendo hardware y software a sus clientes. Instrumentos que facilitaban tareas de todo tipo con un desempeño extraordinario. Era un negocio directo y sencillo, poco más o menos como vender electrodomésticos. Todo varió con la implantación de Internet y el crecimiento de la Web. La venta de instrumentos informáticos pasó a representar la parte pequeña del dinero a ganar a largo plazo. La tajada más suculenta estaba en hacer de la Web un medio de publicitación de las marcas comerciales, capaz de superar en eficacia a los medios de comunicación tradicionales: prensa, radio y televisión. Con ello, la visión de unas nuevas tecnologías puestas al servicio del mundo quedó arrinconada en el desván de los discursos felices, junto a los unicornios y los arcoíris de azúcar.

Los medios de comunicación llevaban décadas mostrando su eficacia a la hora de captar la atención del espectador para emitir publicidad. ¿Por qué iban a anunciarse las empresas en la Web? ¿Qué ofrecía el nuevo medio que no tuvieran los tradicionales? La respuesta es fácil de entender en su enunciado: una superior capacidad para captar la atención del usuario y mantenerlo ante la pantalla, además de publicitar las marcas a un público ya interesado en productos concretos y posibilitar la compra instantánea en tan solo tres clics, además de incorporar sistemas de fidelización del cliente.

La diferencia es enorme. El uso del mando a distancia hace que la atención del espectador hacia su televisor se vea continuamente amenazada. El sistema de bloques publicitarios, de siete minutos habitualmente, invita a cambiar de canal buscando contenidos más fruitivos. A diferencia de esto, los contenidos en las páginas web se presentan como un flujo continuo en forma de ofrecimiento simultáneo de posibilidades, que el usuario va abriendo según le apetezca. El interés se mantiene el tiempo necesario para intercalar anuncios, bien presentes en el diseño de la página o inserto en los textos y vídeos elegidos. En la televisión, es la cadena la que ofrece un solo contenido de interés para fijar la atención del espectador, pero se ha de sacar al espectador de ese estado, para insertar una interminable sucesión de anuncios. En una página web, el contenido atrayente lo elije el usuario y su disfrute apenas se ve interrumpido por la presencia de anuncios.

Así pues, lo que las empresas tecnológicas venden, lo que verdaderamente les permite obtener cantidades ingentes de dinero de los anunciantes, es la atención del usuario a sus páginas. Obtener esa atención, por tanto, es vital para su negocio.

Lógicamente, el éxito de la estrategia estriba en ser capaces de ofrecer contenidos atrayentes en número suficiente como para seducir al usuario y mantenerlo pendiente de la pantalla el tiempo necesario para ser impactado por los mensajes publicitarios. Para garantizar a las marcas este grado de atención y probar la conveniencia de anunciarse en el medio, las empresas tecnológicas desarrollan estrategias de captación para condicionar gradualmente el gusto del usuario por determinados contenidos y lo hacen, este es el problema, de manera subrepticia, sin que las personas sean conscientes de ello.

En términos generales, podemos afirmar que las estrategias de estas empresas de la Web buscan la gradual e imperceptible intensificación de la atracción emocional del usuario hacia un determinado tipo de contenidos.

Para garantizar la certeza del impacto publicitario a las empresas anunciantes, es necesario primeramente hacer predicciones infalibles en el incremento del número de usuarios haciendo uso de las plataformas y del tiempo pasado por estos ante las pantallas de sus dispositivos. Para ello es necesario poseer una cantidad ingente de datos sobre los propios usuarios y, por supuesto, una potencia de computación casi infinita para almacenarlos, analizarlos, cruzarlos y extraer conclusiones[4].

Todo lo que cada uno de los 5.500 millones de usuarios actuales hace en la Web es grabado y cuantificado. Qué materiales cuelga, qué vídeos, qué imágenes mira, durante cuánto tiempo, qué textos lee, qué informaciones busca, qué se escribe sobre cada usuario, qué compra, con quiénes se relaciona, cuáles son sus inclinaciones sexuales, cuántas horas duerme, dónde viaja, dónde se hospeda, con quiénes mantiene correo, dónde vive, dónde trabaja, dónde estamos, los clics dados en todas y cada una de las páginas visitadas, las noticias que cuelga sobre sí mismo, los «me gusta» otorgados... Todo, todo, queda almacenado. Las plataformas introducen la ingente cantidad de datos en sus ordenadores sin apenas supervisión humana y, automáticamente, las máquinas hacen su trabajo: hallar y proporcionar a cada usuario los contenidos que deseen, los más eficaces para lograr su permanencia ante la pantalla del dispositivo.

No hay precedentes, nunca, jamás en la historia de la humanidad han existido archivos tan pormenorizados de cada habitante de la Tierra. Nunca ha existido una vigilancia tan exhaustiva. Nunca hasta ahora en nuestra historia un grupo de expertos, apenas unas decenas de miles, había tenido tal poder de influencia y persuasión sobre el 60% de la humanidad. Quien tenga acceso a esta información posee un retrato bastante aproximado de la personalidad, los usos y las costumbres de cada usuario. Con todos esos datos, la inteligencia artificial de las grandes plataformas clasifica a cada usuario según taxonomías psicométricas de interés.  Es decir, se van construyendo modelos de todas y cada una de las personas que hacemos uso de la Web. Cuanto más tiempo pasemos en ella, cuanta más información le suministremos, más se aproximará el comportamiento del modelo al de nosotros mismos.

Este hecho suele pasar inadvertido. Existe al otro lado de la pantalla un modelo de cada usuario en el que se van reflejando todas y cada una de sus acciones en la Web. Los perfiles psicométricos de este doble informático se van concretando hasta alcanzar con el original un grado de similitud operativo. Llegados a ese punto, es posible la experimentación conductual extrayendo un cálculo de posibilidades de reacción ante una serie de contenidos. Se calcula así las máximas probabilidades de que el modelo reaccione de la forma deseada, en este caso permanecer ante la pantalla buscando en la plataforma contenidos similares y recibiendo anuncios. O sea, este modelo de nosotros mismos en el interior de la máquina sirve de conejillo de indias para prever a qué estimulo reaccionaremos de la forma más positiva para los intereses de la plataforma.

Es lo que los expertos conocen como aprendizaje automático. Los ingenieros señalan los objetivos mediante los famosos algoritmos y estos aprenden a llevarlos a cabo trabajando continuamente, haciendo millones de pruebas de manera casi instantánea sobre el modelo interiorizado del usuario, hasta descubrir la forma más eficaz de conseguir sus fines. Sabiendo qué tipo de contenidos hacen reaccionar al modelo y en qué sentido, se puede predecir cómo se comportará el usuario real, qué le gusta y cómo reaccionará al recibir determinado tipo de contenidos. ¿Servirá el video de gatitos? ¿Las acciones del gobierno? ¿Las reacciones de la oposición? ¿La hazaña deportiva? ¿La guerra en Ucrania? ¿La situación en Gaza? ¿Las declaraciones de Trump? ¿La imagen sexualmente estimulante? ¿Qué nos hará permanecer más tiempo atentos a la pantalla?

En todo caso, es necesario tener presente un hecho, en una misma página web, a dos usuarios diferentes se les puede ofrecer contenidos distintos sobre un mismo tema. Los contenidos están altamente personalizados, en esto estriba la ventaja publicitaria de la Web sobre los canales de contenido único, como la prensa, la televisión o la radio. Sin que lo sepamos, la pantalla de nuestro dispositivo se irá configurando con arreglo a nuestras inclinaciones, costumbres, necesidades, gustos, ideas y emociones que nos inclinemos a sentir. Siempre buscando el mayor tiempo posible de atención a la pantalla para recibir mientras tanto los mensajes de la publicidad.

En realidad, hay otros objetivos además de este, sobre todo el de incrementar el número de usuarios fomentando la invitación a los amigos para compartir la experiencia de navegación y que ellos a su vez inviten a otros. En los procesos de creación y gestión de las empresas tecnológicas, existe una rama que llaman «accelerated growth», (crecimiento acelerado), cuya función es valerse de los propios usuarios para incrementar su número. Dicho de forma más clara, conseguir más inscripciones sobre la base de usar al usuario como agente de ventas, consiguiendo que invite a sus amigos[5].

A cada uno de estos objetivos, los ingenieros le otorgan sus correspondientes algoritmos, cuya misión es valorar las experiencias de los usuarios para que su número y el tiempo dedicado a la pantalla siga en incremento[6]. Estos algoritmos tienen intereses bien diferentes a los plenamente humanos. Es necesario comprender y tener esto siempre presente. La máquina no siente, no sufre, no se alegra. No posee la ciencia del bien y del mal, no tiene opinión, no conoce consecuencias morales, ni éticas. No sabe de verdades o mentiras, ni distingue realidad de ficción. No están pensadas para emitir soluciones de éxito evolutivo, ni de creatividad o de libertad humanas. Entre sus objetivos no se encuentras la plenitud de los individuos y de las sociedades, ni su felicidad. Solo atienden a la ley de máximo rendimiento en el cálculo de las probabilidades para el incremento de las audiencias y del tiempo de su atención a la pantalla.

Cuando nos ponemos delante de cualquier dispositivo digital, hemos de tener presente que estamos interactuando con una inteligencia lisiada, obsesiva e ignorante de qué cosa significa ser humano. ¿Son inteligencias?, tal vez sí, pero en todo caso inteligencias mermadas. Es como si a un cerebro se le hubiese extirpado buena parte de las capacidades que le permiten satisfacer la infinita gama de necesidades humanas para atender solo a una. Su tenacidad para perseguir su meta es de imposible coacción o soborno. Se trata de una inteligencia neurótica, de automatismo incansable, sin puertas ni ventanas abiertas hacia las lógicas de otros mundos.

Las máquinas van cambiando a medida que se les suministran nuevos datos y experimentan con ellos. Lo que ocurre en su interior escapa al conocimiento de los ingenieros que crearon tanto a las máquinas como a los algoritmos que las hacen funcionar. Solo unas pocas personas entienden cómo funcionan estos complejos informáticos y ni siquiera ellos saben con precisión absoluta qué pasará con un determinado contenido cuando es insertado en el flujo de información de una plataforma. ¿Hemos perdido el control sobre estos sistemas?

¿Cuál es la estrategia de acción suministrada a estos algoritmos? ¿Cómo logran captar la atención del usuario y aumentar su tiempo de estancia frente a la pantalla? Para explicar esta cuestión creo que lo mejor sería presentar a quien hoy día es proclamado como mayor experto mundial en comportamiento del consumidor y una de las personalidades más consultadas por las empresas de Silicón Valley. El reputado psicólogo B.J. Fogg.

Su labor como psicólogo, aportó una perspectiva sorprendentemente influyente en la innovación de las tecnológicas. Fundador y director del hoy conocido como Stanford Behavior Design Lab, (Laboratorio para el Diseño del Comportamiento de Stanford). Creador de la llamada «persuasive technology» (tecnología persuasiva), fue el promotor de la «captology», (captología), un término acuñado por él mismo para denominar una disciplina nueva, en un punto intermedio entre la psicología conductista y la informática, cuyo objetivo era fundir las técnicas de persuasión con el cálculo de algoritmos[7]. Además, es autor del bestseller: Tiny Habits: The Small Changes That Change Everything[8], basado en su experiencia de veinte años de investigación.

Su método, «tiny habits», no sitúa la clave para cambiar el comportamiento de una persona en la fuerza de voluntad del sujeto, ni en la coacción que el medio pueda ejercer sobre él. Al contrario, en la página web de su laboratorio, define sus funciones del siguiente modo: «… realizar investigaciones, compartir conocimientos y crear soluciones prácticas para ayudar a las personas a ser más felices y saludables». Es decir, su trabajo se centra en usar estímulos a los cuales el sujeto apetece responder motu propio, por su propia naturaleza o inclinación a experimentar placer en la acción de respuesta. Sí, parece maravilloso, crear comportamientos humanos basados en acciones ubicadas en una senda de disfrute.

Se trata de evitar todo cuanto es contrario a la inclinación pulsional: difícil, arduo, aburrido, complejo o engorroso. El cambio de comportamiento preconizado por sus «tiny habits» se alienta por invitaciones a experimentar gratificación emocional, intensa e inmediata. Opuesta a la derivada de la presión coactiva, de lo que se debería hacer, ni del esfuerzo. De esta manera es como se crean esas vidas «felices y saludables» de manera «sorprendentemente divertida».

Tras visitar las instalaciones de Facebook en 2007, año en que la red social de Zuckerberg contaba con 50 millones de usuarios, Fogg rediseñó sus clases. Los 75 estudiantes de aquel curso deberían desarrollar aplicaciones para Facebook en equipo. Nadie pudo imaginarse la importancia de los resultados. Los «deberes de clase» consiguieron atraer a 20 millones de usuarios en tan solo 10 semanas y generaron para la red un millón de dólares en ingresos publicitarios.

Fascinado por el rápido crecimiento de Facebook y su impacto en la psicología de sus usuarios, Fogg se fijó como objetivo formar a los ingenieros informáticos como especialistas en el cambio de comportamiento humano y orientó sus investigaciones hacia el estudio de los factores psicológicos que estimulan a un sujeto a «cliquear» determinados contenidos y no otros.

Como uno de aquellos gurús tan abundantes en la California de los años setenta, BJ Fogg guio a Silicón Valley en la creación de relaciones entre la tecnología y la psicología del comportamiento. En definitiva, creó la llamada tecnología persuasiva, que no es sino el desarrollo en la Web de métodos para crear adicción al consumo de determinados contenidos[9]. Se trataba de integrar todo cuanto sabía sobre manipulación psicológica, con las tecnologías de la información. Se trabajaron las formas en que pueden ser diseñados algoritmos introduciendo una clasificación de los contenidos en función tanto de la naturaleza emocional de la  gratificación psicológica que generan como de su capacidad para ser experimentados con intensidad. Los resultados fueron complejos, pero, a riesgo de simplificar la cuestión en demasía, podemos decir que fueron los contenidos cuya fruición ofrecía una intensa atracción morbosa los que se revelaron más eficaces a la hora de «captar» usuarios.

No solo se trata de mostrar preciosas fotos de paradisiacos paisajes, retratos sonrientes o encantadoras mascotas haciendo travesuras. Se trata de usar los impulsos básicos del ser humano para lograr la captación. Se trata, por ejemplo, de apelar a la necesidad gregaria de pertenencia al grupo, al deseo de ser aceptados, a la inseguridad ante la duda de no ser considerados «uno de los nuestros». Incluso, aún más allá, se trata de encender vivamente el enojo, la indignación, la ira, el odio, el miedo, la vergüenza, la angustia o el deseo sexual. Contenidos para disfrutar de la intensidad dada por el morbo de este tipo de emociones.

La apelación a las pulsiones básicas es irresistible. Porque todos estos pozos del instinto humano se pueden encarnar en un sinfín de manifestaciones. Textos, discursos, imágenes y sonidos pueden vehicular las irresistibles inclinaciones de la mente y forzar la permanencia del sujeto ante la pantalla. Cliquear, o deslizar el dedo, para leer, escuchar, contemplar más contenidos que sostengan la aguda excitación y nos sumerjan en el intenso universo de los arcanos. Volver a cliquear, volver a buscar más de esa intensidad, dejarse atrapar en el flujo continuo de estímulos apremiantes, incentivados por la llamada de la conducta compulsiva.

Las empresas de la Web funcionan al fin y al cabo con mentalidad de hacker. Explotan vulnerabilidades en el «sistema operativo» del cerebro humano para introducirse y distorsionar su rendimiento.

La amoralidad o, si se prefiere ver de otra manera, el carácter enfermizo de estas incitaciones, incluso su incidencia en la salud mental de los usuarios, son consideraciones fuera del plan. La conducta deseada es la permanencia del sujeto frente a la pantalla. Ese es su objetivo. A toda costa.

En la actualidad, aproximadamente, la capacidad de procesamiento de la información global puede haber aumentado un millón de veces en los últimos cincuenta años, pero en ese tiempo nuestro cerebro no ha evolucionado nada. Por decirlo en términos similares a los empleados por los ingenieros, nuestro cerebro es un hardware que tiene millones de años, mientras que al otro lado de la pantalla nos contempla un super-organismo humano tecnológico cuya velocidad de evolución es millones de veces superior.

Los productos de las nuevas tecnologías no son una herramienta pasiva, una de aquellas concebidas por la revolución industrial para ser usadas cuando fuera necesario. No son lavadoras, o coches, o destornilladores. Los instrumentos de estas nuevas tecnologías exigen la interacción y quieren algo del usuario. Frente a ellos, se han de tomar decisiones y en ese transcurso interactivo radica la acción manipulativa para la que fueron programados:  demandar su uso a toda costa. No existe una necesidad anterior al uso, el uso es la necesidad, incluso soslayando la voluntad del usuario. Porque su finalidad es captar tiempo de vida para venderlo a buen precio en el mercado publicitario.

Tristan Harris, antiguo alumno de Fogg y exdirector de diseño ético de Google, más tarde cofundador del Center for Humane Technology, denuncia en sus conferencias la mala praxis inserta en la tecnología persuasiva. De acuerdo con lo aprendido en el Stanford Persuasive Technology Lab, el software de las plataformas se dispone según lo que los psicólogos denominan «refuerzo intermitente positivo». Consiste en mantener la atención del usuario cliqueando o moviendo el dedo sobre su superficie de la pantalla del móvil para ver las continuas actualizaciones que se van sucediendo, cada una de ellas a su vez un nuevo incentivo para continuar. Resulta imposible saber qué va a venir, solo cabe esperar que sea algo gratificante. Es como jugar con una tragaperras, pero aparentemente gratis. El premio está ahí, solo es cuestión de mover la pantalla con el dedo.

No se trata de usar un determinado producto conscientemente, motivado por una necesidad surgida de la vida. Se trata de entrar en el tallo cerebral e implantar una conducta compulsiva programada inconscientemente. El usuario busca gratificación emocional, que se le ofrece mediante este o aquel contenido, tanto da: miedo, ira, belleza, sexo, indignación o refuerzo gregario, pero siempre a favor de sus propias inclinaciones. De esta manera, siguiendo la dirección de sus propios vientos emocionales, el usuario acaba poniendo en el propio uso de la máquina el objeto de su deseo y, trágicamente, piensa que es una actividad inofensiva, plenamente volitiva, que puede dejar de practicar cuando quiera.

La función de la tecnología ha experimentado un giro copernicano en los últimos sesenta años y con ello la humanidad entra en una era diferente a la inaugurada con la revolución industrial. Esta tecnología no se usa mayoritariamente buscando satisfacer una necesidad humana concreta y preexistente, eso pudo ser cierto en sus comienzos, ahora no. La Web no espera a que se la necesite para obtener un servicio concreto basado en una necesidad humana concreta, tiene sus propios objetivos al margen de las necesidades reales de los usuarios y están ocultos a su conciencia. Por eso los interpela, los reclama y los seduce usando las debilidades de nuestra psicología hasta conseguir un tiempo de uso extralimitado[10].

Gigantescas instalaciones de motores inteligentes están al otro lado de la pantalla practicando constantemente un juego psicológico para descubrir qué nos hace reaccionar y continuar interactuando conforme a sus objetivos. Tras el bombardeo de estímulos, la inteligencia artificial anota el comportamiento hasta establecer el tipo que mejor funciona. Se trata de averiguar empíricamente como manipular al usuario lo más rápidamente posible sobre la base de ir dando continuamente pequeñas gratificaciones psicológicas. Millones de algoritmos se encargan de recabar información sobre el usuario, relacionar los datos, almacenar contenidos y suministrarlos con precisión para hacerle permanecer ante la pantalla. Así lo hacen en Facebook, en Instagram, WhatsApp, Snapchat, X (Twitter), etc.

Este es un mercado nuevo. Se trata de vender a las entidades anunciantes la seguridad de su éxito, sobre la base de captar de manera científica la atención de miles de millones de usuarios. Se trata de intensificar las inclinaciones emocionales ya existentes en el ser humano para aumentar el tiempo de atención a los contenidos vertidos en las páginas, influyendo paralelamente en su forma de entender el mundo, sus necesidades, sus anhelos y sus actos. Es decir, así como existen mercados donde es posible invertir dinero a un posible estadio en el futuro de la economía, futuros inmobiliarios o futuros de gas o petróleo, ahora tenemos un mercado a escala planetaria que comercia con los futuros comportamientos humanos[11].

Las empresas tecnológicas venden la certeza de que la implantación del mensaje vehiculado sea el que sea, comercial o político, será visto por cientos de millones de usuarios. Ese es su negocio. No se trata de curar el cáncer. Esta manipulación, esta influencia subrepticia en la conducta humana con el solo fin de ganar más dinero, parece estar dentro de una ética cuestionable, cuando menos. ¿Entrarían los usuarios en el juego de conocer qué gigantesca amalgama de tecnología e intereses comerciales se mueve tras la apantalla?

Lo más curioso es que el responsable de esta circunstancia no ha sido ningún estado dictatorial. Ninguna entidad orwelliana ha debido aplastar la resistencia de las personas en defensa de su privacidad y su libertad. Han sido estas quienes voluntaria y complacientemente las han entregado. Del modelo coercitivo de principios de siglo vivido por Orwel, hemos pasado a un modelo manipulativo basado en la experiencia gratificante. Finalmente fue el canto de las sirenas, no la tiranía, quien robó el alma a la humanidad.

Daños colaterales.

En un alarde de inocente beatitud y encomiable optimismo, BJ. Fogg afirma estar orgulloso «… del trabajo que hemos realizado a lo largo de los años en torno a la tecnología persuasiva y, si bien nuestra labor se aleja hoy de este ámbito, esperamos que cualquiera que busque diseñar tecnologías persuasivas revise éticamente el trabajo que hemos realizado, enfocando su investigación y sus esfuerzos en el cambio positivo, para ayudar a las personas a tener éxito y sentirse ganadoras al hacer lo que ya quieren hacer»[12]. Aunque implícitamente se admite que algunos hayan podido usar sus investigaciones de forma inapropiada, ese no fue nunca su objetivo. Probablemente el propósito de sus clases fuera enseñar a los estudiantes a pensar en términos de innovación, a ser efectivos y a crear cosas que hicieran del mundo un lugar mejor[13]. Lo digo sin ironía, no son discutibles las intenciones, pero sí los resultados y el uso que de sus enseñanzas hicieron quienes en un momento de sus carreras fueron orientados por él. Las consecuencias de toda aquella «captología» distan mucho de haber creado cosas que hagan del mundo un lugar mejor.

La dismorfia de Snapchat es uno de los trastornos de la conducta que mejor ilustran algunas de las nocivas influencias derivadas de la tecnología persuasiva. Se trata de pacientes, mayoritariamente muy jóvenes, que de forma obsesiva quieren parecerse a la imagen de los selfies, tomados con sus dispositivos móviles usando filtros suministrados por las plataformas. El término ha sido acuñado por psicólogos y cirujanos plásticos alarmados en los últimos años por el creciente número de quienes desean operarse para parecerse a su propia imagen «filtrada». Lo más significativo de este fenómeno, es que el enamoramiento por esta imagen no surge de un rasgo narcisista de la personalidad. No se trata de verse reflejados en la imagen de un espejo, se trata de incorporar al propio aspecto la aceptación lograda en las redes por la imagen de sí mismos distorsionada por los filtros. Ser como esa imagen que todos alaban.

Lamentablemente, la dismorfia de Snapchat no es el único grito angustiado del amor propio depauperado que hoy día se extiende entre los jóvenes. El déficit de atención, la imposibilidad de esfuerzo intelectual, la depresión y el suicidio son síntomas devastadores de un nuevo orden de cosas entre las más recientes generaciones.

Somos seres gregarios. Nuestra evolución nos capacita para obtener satisfacción de la aprobación de otros seres presentes en nuestro entorno. Eso es una adaptación esencial para la vida en sociedad, pero es también una de nuestras mayores debilidades. Corazones, caritas sonrientes, me gustas, deditos hacia arriba…, son los pequeños incentivos, las pruebas de aceptación que en las redes se intercambian los jóvenes con devota credulidad. En la mente de un niño o de un joven, pre o post adolescente, se mezcla todo eso con los valores personales y con la verdad de su propia valía. Se trata de una popularidad falsa y frágil, que no dura, que les deja vacíos a los pocos instantes de ser recibida y que los mueve a buscar un nuevo reconocimiento. Así entran en el círculo compulsivo de la dependencia emocional.

Esta es la experiencia diaria de millones de personas jóvenes. ¿Cómo reaccionarán al anonimato, a la soledad, a la dureza de la vida real y a nuestra esencial insignificancia frente al mundo? La huida de tan horribles realidades refuerza su entrada en el universo de las redes.

Por otra parte, la respuesta a la presencia de estos jóvenes en las redes no siempre es exitosa. El entorno real está constituido por unas decenas de personas, cientos en todo caso. El ser humano se mueve bien dentro de estas dimensiones. Pero no estamos preparados para conseguir la aprobación de decenas de miles. Podemos defendernos de la desaprobación del vecino, pero ¿soportamos con igual facilidad la agresión producida cada cinco minutos por un diluvio de odiadores?

A partir de 2011, en los EE. UU se detecta un incremento de la depresión y la ansiedad entre personas de edades muy tempranas. Los ingresos hospitalarios por autolesiones era una cifra estable hasta ese momento en que comienza a crecer hasta en un 60% en chicas adolescentes de entre 15 y 19 años, pero lo más alarmante es que el índice de hospitalizaciones por autolesiones ha subido un 189% entre las chicas preadolescentes de entre 10 y 14 años. Los suicidios entre los 15 y 19 han aumentado un 70% desde 2011 y entre las preadolescentes de 10 a 14 un 151%. Similar incremento aparece entre los adolescentes del mundo occidental en general[14].

Toda una generación más ansiosa, más frágil, más dispersa y más deprimida. La escasa tolerancia a la frustración y la poca resistencia en el esfuerzo vienen determinadas por el sistema de continua recompensa usado por las plataformas. Sus actos surgen de una inaplazable necesidad de placer y ha de verse recompensado de inmediato. Esta es una generación de la inmediatez, cualquier proceso que requiera un aplazamiento de la recompensa, aunque sea tan solo unas décimas de segundo, carecerá de interés, será desechado de inmediato. Este patrón apunta directamente a las redes sociales. La generación Z, los nacidos después de 1996, son la primera generación en la historia que entra en redes sociales en la preadolescencia. Los rasgos de carácter que se les atribuye son: impulsividad, demanda inmediata de gratificación, individualismo, autoestima baja y escasa capacidad de concentración.

Todo parece llamarles la atención, pero son incapaces de concentrarse en un tema concreto sin dejarse distraer continuamente por nuevos estímulos. La constante estimulación digital dificulta la concentración y afecta al rendimiento académico. Este es uno de los mayores problemas de la enseñanza en la actualidad, porque el ser humano necesita buenas dosis de autocontrol para mantenerse concentrado unos 35 minutos si quiere aprender la complejidad de lo que se tiene delante[15].

Están condicionados a tomar su consolador digital en cuanto se sienten incómodos, solos, inseguros, asustados o frustrados. Solo pueden huir del problema, porque su capacidad de enfrentarse a ese tipo de cosas permanece atrofiada. Estimulados constantemente con los dispositivos móviles, no hallan en otra actividad su nivel de recompensa y, cuando desaparece el flujo, su único pensamiento es volver a disponer de este consolador multiusos. La falta de creatividad entre estos jóvenes es alarmante. Entre/tener/se, disponer de una actividad gratificante creada por sí mismos para sí mismos es imposible, solo el dispositivo móvil será capaz de «entre/tener/los».

Este es un problema de profundo calado social que atañe tanto a las familias como a las instituciones de enseñanza y está impregnando la cotidianidad del orbe educativo desde hace una década. Generaciones de jóvenes convertidos en drogodependientes emocionales por el uso de la tecnología persuasiva, presente en las redes sociales. Los docentes de todo el mundo debemos competir contra el flujo de dopamina suministrada en pequeñas dosis, aunque de manera continua. Inyectada como un gotero de anfetamina en la mismísima amígdala del cerebro.

Corporaciones como Google disponen de salas del tamaño de hangares, con miles de ordenadores interconectados para enviarse información ininterrumpidamente, capaces de hacer funcionar millones de programas al unísono, alguno solo simples algoritmos y otros tan complejos que pueden ser entendidos como inteligencia. Imagínense a un niño o a un adolescente interactuando con una inteligencia que sabe todo lo necesario sobre él, que apela a una sobreestimulación de contenidos ajustados a su disfrute, pero, sobre todo, que usa una intensidad emocional precisada según sus inclinaciones para hacerle continuar la interacción. El joven no sabe nada sobre quién está realmente al otro lado de la pantalla, ni cuáles son sus intenciones, solo ve vídeos divertidos, gifs de cumpleaños o fotos de sus amigos en un flujo ininterrumpido de gratificación continuamente renovado. No es una relación provechosa, ni enriquecedora, ni saludable, ni justa.

¿Qué padres permitirían a sabiendas que sus hijos fueran manipulados por adultos desconocidos? ¿En verdad los dejarían en manos de quien es capaz de influir subrepticiamente en su conducta? ¿Consentirían a cualquiera robarles  el sueño, dispersar su atención e impedir su óptimo rendimiento académico? ¿Alentarían que se comparen con estándares de belleza esquizoides y comportamientos disfuncionales? Ningún padre responsable permitiría eso, estoy convencido de ello.

Quizás esto pueda sonar demasiado apocalíptico, pero deberíamos reaccionar con diligencia, aunque cuanto digo solo fuera una parte pequeña de la situación actual.

Por desgracia no lo es. Los mismos ingenieros de Silicón Valley se hicieron adictos a sus propios productos. Por eso, muchas personas que trabajan en la industria no dejan a sus hijos tener dispositivos móviles hasta los 16 años. Aun así, imponen ciertas reglas en familia. Tal vez la primera y más eficaz sea la recomendada por Jaron Lanier, padre fundador de la realidad virtual, científico computacional y autor del libro, Ten Arguments for Deleting your Social Media Accounts Right Now[16]. Pero, si no podemos borrar nuestras redes sociales de forma inmediata, tal vez sirvan las recomendaciones, dadas por los ingenieros, expertos en su propio trabajo:

  • No dejes que tus hijos accedan a dispositivos inteligentes móviles antes de los 15 o 16 años.
  • Todos los móviles deben estar apagados a cierta hora de la noche.
  • Es necesario llegar a un acuerdo con los hijos sobre la cantidad máxima de horas de uso de los dispositivos.
  • Periódicamente, desinstala las apps que le hacen perder el tiempo.
  • Desinstala las noticias, no sirven para informar sobre temas que verdaderamente le interesan y solo llaman su atención para atrapar su tiempo.
  • Busca redes sociales como por ejemplo Mastodon, que no siguen el modelo de tecnología persuasiva.
  • Desactiva las notificaciones.
  • Enséñales que, con los clics que hagan enseñarán a la máquina.
  • Enséñales que, antes de compartir una noticia, deben comprobar los hechos y buscar la fuente.
  • Enséñales a desconfiar de su primera reacción. Si la reacción que se ha tenido ante un contenido es muy poderosa, se ha de desconfiar de ella, y de él.
  • Enséñales a recibir diferentes tipos de información, no dejes que caiga en una cámara de ecos.
  • Sobre todo, enséñales a dirigir sus búsquedas. La verdadera utilidad de la Web es servir a las necesidades nacidas en la vida real.

En el reino de los odiadores.

En su libro The Righteous Mind: Why Good People are Divided by Politics and Religion[17], el psicólogo social y doctor por la Universidad de New York, Jonathan Haidt, se pregunta ¿por qué las sociedades de nuestro tiempo tienden a polarizarse de forma irreconciliable? ¿Por qué gente pacífica se radicaliza en su particular visión de la realidad y vive a cara de perro con quienes piensan de otra manera? Es este un aspecto de nuestra sociedad que, en última instancia, se traduce en la aparición de facciones enfrentadas por sus diferencias, aparentemente insalvables. Los grupos de opinión devienen en tribus, se distancian, fragmentan las sociedades, rompen las naciones en bandos. ¿Por qué ese enconamiento entre buenos ciudadanos?

Para abordar estas cuestiones, cabría empezar preguntarse ¿por qué sociedades tan sumamente informadas, disponiendo de tecnologías de información, pueden llegar a tener visiones tan radicalmente opuestas de las realidades sociales. En este sentido, le propongo un pequeño experimento. Abra Youtube y teclee en el buscador lo siguiente: «el cambio climático es…» notará que los contenidos de los vídeos que se le ofrecen están bastante ajustados a lo que usted piensa que es sensato. Ahora vaya al ordenador de algún conocido cuya opinión sea radicalmente opuesta a la suya. Teclee el mismo texto y observará que sus entradas son diferentes, pero también de acuerdo con la opinión de su amigo.

En el primer caso, entenderemos, por ejemplo, que el cambio climático es debido a la emisión a la atmósfera de gases de efecto invernadero, CO2 principalmente. Esta emisión es a su vez debida a la combustión de combustibles fósiles y está causando la elevación de las temperaturas en todo el planeta. Para la información del otro, sin embargo, el cambio climático se debe a fluctuaciones del clima en la tierra y sus causas son del todo naturales, nada que ver con la quema de combustibles fósiles.

Se trata de un mismo medio, pero no tiene una línea editorial definida, presenta al tiempo «esto y lo contrario», puede contener opiniones radicalmente enfrentadas, pero no las presenta al unísono de manera aleatoria, ofrece un flujo sesgado. Esto ocurre porque en las lógicas algorítmicas de las plataformas no importa qué cosa sea el cambio climático en realidad, cuáles sus causas ni cuáles sus consecuencias. Importa la opinión del usuario que se conoce con antelación según el historial de búsquedas y vídeos cliqueados. Porque, lo que verdaderamente importa es captar su atención dándole lo que desea ver, leer y escuchar sobre no importa qué tema. Cualquier cosa con tal de que permanezca ante la pantalla el mayor tiempo posible.

Similares resultados pueden obtenerse en Google, «X», Facebook o en cualquier otra plataforma si pidiéramos esa información o cualquier otra. La guerra en Ucrania o la situación en Gaza, sobre las próximas elecciones presidenciales en Estados Unidos o sobre la figura de Pedro Sánchez, o sobre cualquier otro tema. Por eso, cuando, por ejemplo, un grupo de personas que coinciden en un centro de trabajo deciden ver las noticias en «su» Facebook, imaginan que son las mismas para todos, que todos verán las mismas noticias, pero no será así. Aunque los temas sean los mismos, los contenidos de las noticias pueden ser radicalmente opuestos. Porque se basan en lo que los algoritmos han determinado que es perfecto para despertar el máximo interés en cada uno.

La perplejidad surgirá entre la gente de la oficina cuando comenten sus opiniones sobre la actualidad. ¿Cómo es posible tener opiniones diferentes y enfrentadas si la fuente de la información es la misma? O no han leído las noticias y hablan estúpidamente desde la desinformación o son verdaderamente estúpidos y no han entendido nada.  La respuesta entre ellos suele ser la indignación, la desconfianza y, en el mejor de los casos, un enojado silencio. Porque los mundos a los que asisten son diametralmente diferentes, mundos creados para satisfacer el pensamiento y el sentir de cada uno, y son perfectos en este cometido. Cada persona habrá de tener su propia realidad, construida con los contenidos que le hacen sentir eso que le gusta.

A diferencia de lo que ocurre con el ser humano, la verdad sobre los hechos y las realidades es un concepto inexistente en la lógica algorítmica. Por tanto, no es concebible que hagan una valoración moral de los contenidos, ni que exista en las plataformas una voluntad para hallar la ecuanimidad. No es ese su cometido. El algoritmo simplemente anota el tipo de vídeo o noticias que suele seguir el usuario y ofrece continuamente otros similares con la intención de prolongar la navegación. No debemos perder de vista la misión otorgada por el profesor Fogg a la tecnología persuasiva: ayudar a las personas a tener éxito y sentirse ganadoras al hacer lo que ya quieren hacer[18]. Dar lo que se desea, la verdad que se quiere creer, la visión de la realidad donde experimentar con intensidad los sentimientos que se desean vivir. Sean gozosos o morbosos. ¿Cuál es la diferencia? La salud mental o moral de las personas y las sociedades tampoco es cuestión del interés algorítmico.

De momento, la industria solo ha creado una inteligencia incompleta con respecto a la humana, amputada, aplicada a una única tarea y tan despiadada como inexorable en su desempeño. Una «inteligencia automática», sin conciencia de la vida, ni de la muerte. Sin la infinita pluralidad del ser, sin dudas, sin contradicciones, ni sentido ético de sus actos, ni previsión moral de las consecuencias. Sin alegrías, sin pesadumbres, sin valor ni miedo, sin cansancio. Una inteligencia capaz de servirse de nuestra inclinación animal a los automatismos más básicos para hacernos cada día más adictos a la experiencia emocional que nos ofrece, haciéndonos cada día más cerrado a otras dimensiones, más compulsivos en nuestras dependencias y apegos, más dimensionados en la monomanía, menos creativos, menos libres, menos críticos de lo nuestro, pero más inquisitoriales con lo ajeno, menos comprensivos, más vanidosos, más radicales, menos tolerantes.

En definitiva, más intensos, pero menos felices. Porque el ser humano ha de salir de sí mismo para asistir al grandioso espectáculo del infinito universo que lo habita y en el vivir de su inmensa extensión, en la variedad de sus climas, en la vastedad de sus mundos y ciudades, en la pluralidad de sus dioses, hallar la sabiduría que se nos alcanza, que es la mayor de las dichas.

Compartidas las particulares visiones del mundo en la anónima vecindad del «feed»[19], a brecha se hará cada vez mayor en el centro de trabajo, en la familia, entre los amigos …, cualquier comunidad humana está siendo víctima de este terrible proceso de mal entendimiento. Solo en la «cámara de eco»[20], parece encontrar su perfecto acomodo la persona dimensionada en su rol de «usuaria».

Si todo el mundo tiene derecho a configurar la realidad según los hechos hallados, ¿a qué inmiscuirse en las verdades de otros y por qué tolerar su injerencia en las nuestras? Este derecho al cierre de la verdad propia, aparentemente tan democrático, hace innecesario desarrollar esfuerzos para hallar consensos. No parece necesario llegar a un acuerdo para poner en común el sentido de realidad y los problemas que de ella se derivan. ¿Para qué debatir la verdad de las realidades? La evidencia de los hechos nos asiste en la certeza, la abundancia de la información obtenida la acredita, la solidez de la argumentación desarrollada la prueba. ¿Qué hace falta debatir? La evidente verdad se comparte juntamente con los nutrientes de información asimilados en el «feed», en la unidad monacal de los correligionarios, en la gozosa solidaridad de la «cámara de eco».

El «feed» no es un lugar para el debate, sino para la reafirmación de lo propio y el rechazo de lo otro. De él quedan fuera los discursos y acontecimientos que desdicen el sentir del cenáculo, admitiendo solo aquello que profundiza en la convicción y en el placer emocional que la certeza proporciona. Porque las ideas pueden estar equivocadas, pero la experiencia emocional es irremisiblemente cierta.

Seres cada vez más fascinados en el nirvana de su propia certeza, experimentan el deleite de ver cómo el mundo encerrado en el «feed» otorga la razón, impele a profundizar más en su manera de ver las cosas e invita a ir más allá en la intensidad del sentir que la acompaña.

Los muros de estas nuevas iglesias informatizadas, sin puertas ni ventanas, impiden acceder a la existencia de otros mundos. Los diálogos los acuerdos, los pactos, la convivencia con personas que piensan y sienten de manera diferente es odiosa, indeseada, tediosa, imposible, porque los encuentros rompen el intenso fluir emocional de la certeza, su agresión es intolerable. Es una sorprendente paradoja. Disponiendo de instrumentos que capacitan para viajar por todo el mundo, por todos los mundos, finalmente, nos hallamos atrapados en el más obtuso provincianismo ontológico, encerrados en los límites de la pequeña «cámara de eco».

Allí es posible la ilusión, sentir que todo el mundo siente y piensa lo mismo, que no hay otras vidas y otras formas de entender los mundos, porque todo el mundo en el pequeño claustro asiste a la misma realidad y su ilusión se transmite en el alimento que se dan unos a otros. En ese interior cerrado se asiste al acuerdo con todos, es la perfecta comunión donde todos experimentan el mismo sentimiento ante la verdad compartida. Se trata de un ritual arcano, mágico, tribal, que celebra la unión de los espíritus y la acción de gracias.

Llegados a este extremo la suerte está echada. Disentir no solo es plantear una mera discrepancia de opiniones, es atentar contra el sentimiento donde el individuo basa buena parte de su ser. Consumir información que distorsione la contemplación del mundo urdido en la armónica reverberación de los ecos o, aún peor, pensar su crítica, constituirá herejía. ¿Cómo puede alguien ignorar toda esa información, todos esos argumentos probatorios, toda esta certeza sentimental que une en la feliz comunión de la verdad compartida? Quien no piensa como el claustro, quien no siente como él, ha de ser simplemente un alienígena proveniente del exterior idiotizado o, peor aún, una infiltración de los malvados constructores de conspiraciones.

En los Estados Unidos, por ejemplo, la polarización es ya verdaderamente peligrosa. Para los demócratas los republicanos son gente ignorante, basura blanca violenta y peligrosamente armada. Sobran en el país. Para los republicanos, los demócratas son una especie de casta decadente, corruptora de los valores que han hecho de «América» la mejor nación de la historia y, por supuesto, sobran. Unos y otros discrepan en las ideas, pero al hacerlo atentan contra los sentimientos de certeza que han implantado en ellas. La discrepancia se transforma en un insulto, una agresión insoportable cuya única respuesta es la violencia. Fuera de los límites del claustro, ya no hay compatriotas, ni siquiera conciudadanos. Más de un tercio de los republicanos afirman que el partido demócrata es una amenaza para el país y una cuarta parte de los demócratas dicen lo mismo de los republicanos. La distancia entre ambos bloques se hace mayor cada día y la conciliación más lejana. Algunas voces auguran el conflicto fratricida en un futuro no muy lejano.

En Europa las cosas no son muy diferentes. Para la izquierda, la derecha constituye una horda mafiosa de fascistas cerrados a todo atisbo de humanidad. Para la derecha, la izquierda es una horda de estúpidos maliciosos, envidiosos enemigos de la vida y de la prosperidad. Al igual que en Estados Unidos, la brecha se hace cada día mayor y la reconciliación más difícil.

La democracia, como principio de entendimiento y convivencia está en jaque. No aquí o allí, lo está en todo el mundo.

Nadie en la industria de las tecnologías quiso contribuir a este nivel de crispación social, pero hemos de admitir que el desolador estado de cosas actual es en parte una consecuencia, indeseada, sí, pero consecuencia, al fin y al cabo, del modelo de negocio escogido. Porque, desde el punto de vista de la tecnología persuasiva, la polarización de las ideas, de las creencias y de los sentimientos es una estrategia muy eficiente a la hora de ganar tiempo de visualización para las pantallas de los dispositivos.

Da igual lo que sea, todo vale, la verdad no existe en términos algorítmicos. La conspiración mundial denunciada por los «terraplanistas», por ejemplo, constituye un enorme bloque de contenidos recomendados a diario centenares de millones de veces por los algoritmos. De tal manera, cada vez son más las personas que, en el interior de sus cámaras de eco van dando pábulo a la idea y cada vez están más convencidas de su verdad y más radicalizadas en su sentimiento indignado frente a los poderes externos que urden la mentira[21].

Sí, la paranoia es eficaz para captar usuarios, por eso ha de ser difundida. La verdad o la mentira de estos contenidos, o las consecuencias que su implantación pueda tener para la humanidad son cuestiones irrelevantes para estos algoritmos dedicados a medir eficacias en tiempo de pantalla. Por eso, la diferencia entre informar y desinformar no existe en estos medios. Cualquier idea que se vierta en la Web, cualquier contenido, puede ser usada para conseguir la atención de los usuarios y cuánto más apelen a la irracionalidad, a la indignación, al miedo o al odio, más probable es que acabe convirtiéndose en el cebo que seduzca a millones de personas en todo el mundo.

Las «fake news» se propagan seis veces más rápido en la Web que las noticias verdaderas. ¿Qué tipo de mundo surgirá de este hecho? Encontrar la mentira en Internet es seis veces más probable y visceralmente más atrayente que nadar entre verdades. Las mentiras se revisten de intensidad emocional, al fin y al cabo, son ficción, causan vibrantes conmociones, nos impelen a la acción, incluso para su desmentido. Los motores de las plataformas las reproducen dado su alto rendimiento para captar la atención de los usuarios.

La verdad se viste con el traje gris de la ecuanimidad, es compleja y desapasionada, tiene muchas caras y a veces contradictorias. Mueve a la reflexión, al estudio y a la duda, requiere esfuerzo e impide el acceso fulminante a la intensa certeza emocional. Los algoritmos no yerran sus objetivos, se gana más dinero lanzando mensajes incontrolados, ideas esquizoparanoides, hechos insólitos no constatados, discursos execrables, conductas abyectas y noticias amenazantes. La verdad mutilada, la exageración o la simple mentira constituyen el material más eficaz para captar la atención de los usuarios. Todo lo demás, no importa, son variables externas a la ecuación. Finalmente, hemos de llegar a una conclusión: el modelo de negocio implantado desde su origen en las plataformas apela mayoritariamente a la desinformación para obtener beneficios.

Recordemos lo dicho un poco más antes. A diferencia de los medios tradicionales, prensa, radio, televisión, las plataformas en la Web no tienen una política editorial definida, una ideología o un interés diferente al mero afán de lucro. Da igual esto y lo contrario, la humanidad entera ha de ser su área de negocio y su pluralidad es infinita. Pero todos han de converger en el uso de los dispositivos y en su sometimiento a la irradiación de los discursos eminentemente emocionales.

Aquí podemos llegar a concluir otra idea fundamental para comprender el funcionamiento de este proceso. Para las plataformas, las ideas, los conceptos, los hechos importan poco, o nada, lo único importante, la esencia de sus contenidos, son los sentimientos y la intensidad con la que sean recibidos.  Dicho de otro modo, no importa formar la opinión del usuario, importa exacerbar sus sentimientos.

Esto es una verdad bien conocida por todo tipo de indeseables, que aprovechan el funcionamiento de la tecnología persuasiva para su beneficio. Las fuentes de la mentira son muchas y no siempre son producto de una acción aislada, ni surgen de grupos dispersos y desorganizados. La intervención en las redes de organizaciones terroristas como el Estado Islámico, de cárteles narcotraficantes, de ligas supremacistas, de corporaciones financieras de dudosa moralidad, de partidos propagadores de populismos en ambos extremos del espectro ideológico y también de Estados deseosos de desestabilizar a otros Estados. Todos ellos son agentes que usan la mentira, y su correlato sentimental, como arma en la hoy llamada guerra híbrida y su presencia en la Web es cada día más frecuente.

Noticias falsas lanzadas sobre todos los temas importantes, en un sentido y en el contrario, porque el objetivo para estos agentes no es tanto la implantación de una idea en sí, como la desestabilización irracional de las sociedades. Su polarización tribal irreconciliable y la creación de un clima social hostil a la democracia. Para los regímenes totalitarios, nunca ha existido un instrumento de manipulación tan efectivo como las redes sociales. Su descubrimiento supuso para los autócratas un renacer. Desestabilizar un país ya no es una tarea difícil, ni desde fuera ni desde dentro. No es necesaria una costosa infraestructura de inteligencia, ni de guerrilla urbana, ni un presupuesto inalcanzable, solo es necesario el uso eficaz de las tecnologías presentes en las plataformas ya creadas.

Para suministrar teorías de polarización social, solo es necesario crear contenidos que se muestren eficaces en la tarea de mantener a los usuarios atentos a la pantalla. El algoritmo hermana su objetivo con el desaprensivo, con el «antisistema», con el terrorista, con el narcotraficante, con el golpista y con el autócrata. Es necesario buscar «feeds» proclives a creer las falsas realidades afines con los ocultos intereses. Buscar estos «feeds» es tan sencillo como suministrar un perfil a la plataforma y pedir usuarios similares. La red los proporcionará sin problemas. En poco tiempo es fácil hacerse con un listado de unos miles de personas que servirán como altavoz amplificador de los contenidos en las cámaras de eco. Una vez lanzadas las ideas incendiarias, los algoritmos comenzarán su trabajo y divulgarán a los cuatro vientos las falsedades, lo harán millones de veces en un día. la mayor idiotez, la cosa más nimia, podrá convertirse en acontecimiento social de la mayor importancia.

El caso de la República de Myanmar, la antigua Birmania, es paradigmático. En Myanmar, cuando la gente compra un móvil, el dueño de la tienda le instala Facebook y abre una cuenta para su cliente. Así, cuando la gente recibe su teléfono, lo primero que hace es abrir «su» Facebook. A partir de aquí, los grupos paraoficiales diseñaron su campaña de desinformación con espantosas falsas noticias, dedicadas a generar el odio contra los musulmanes rohinyás. A mediados de 2018, tras un rosario de pogromos y crímenes contra la humanidad, 700.000 de ellos hubieron de abandonar el país[22].

La democracia tiene muy difícil luchar contra este tipo de intoxicaciones. En el estado de derecho, las libertades de opinión, expresión y empresa son pilares fundamentales de su propia existencia. Ni siquiera la manipulación de unas elecciones mediante el vertido en redes de medias verdades y mentiras puede considerarse una acción claramente ilegal. Los rusos no hackearon Facebook en su campaña favorable a Trump, simplemente aprovecharon las herramientas creadas por la empresa para usuarios y anunciantes y, haciendo uso de la libertad de expresión, vertieron todo tipo de insidias contra Hilary Clinton y contra el partido demócrata.

No se trata tan solo de hacer votar a un candidato o a otro, que también, el objetivo más importante es sembrar la discordia en las sociedades hasta dividir la nación en facciones, con un declarado y mutuo aborrecimiento. Se trata de irradiar la mentira en pro y en contra de cuantos asuntos sean importantes o capten el interés de la población para forzar su enconada escisión, romper su voluntad de unión, su contrato social, la esencia que mantiene unida a una nación. Dividir la sociedad en tribus, cada una de las cuales desee la desaparición de la otra, ya sea mediante su destierro o por su aniquilación. Ese es el objetivo.

¿De verdad queremos someter a la democracia al continuo peligro del enfrentamiento fratricida? ¿Queremos eso? El coloso de la guerra civil parece asomar en el horizonte, ojalá el terror provocado por su terrible figura haga desandar lo ya caminado.

Esta es una guerra en la cual un Estado autocrático puede manipular a los ciudadanos de otro desde la seguridad de sus fronteras, sin invadirlo. Nuestra legislación ni siquiera está preparada para castigar tal intromisión como delito. Las democracias están claramente en inferioridad ante los totalitarismos, porque el autócrata puede permitirse la supresión de las noticias de divergen de su visión de las realidades sociales, pudiendo por contra usar la eficacia algorítmica para la manipulación política tanto de sus propios ciudadanos como a los de otros estados.

El pasado 4 de septiembre, el Departamento de Justicia de los Estados Unidos anunció la incautación de 32 dominios de Internet que el gobierno ruso estaba usando en campañas de influencia llamadas «doppelganger». En un comunicado de la Office of Publics Affair, se acusaba al subdirector de la administración presidencial rusa, Sergei Kiriyenko, de dirigir personalmente estas campañas de propaganda rusa para reducir el apoyo occidental a Ucrania e influir en las elecciones presidenciales estadounidenses. El Departamento de Justicia, afirma que, para llevar a cabo este tipo de campañas, eran registrados nombres de dominio que suplantaban sitios web de medios occidentales para, desde estos, publicar narrativas pro-rusas presentándolas como emitidas desde medios de comunicación independientes y neutrales[23].

Las agencias de manipulación política se han vuelto expertas en crear fake news y en hacer ver a la gente maldades donde no las hay y problemas inexistentes. Ocultar parte de las verdades, descontextualizar los hechos, exagerar los argumentos, exasperar la retórica de las narraciones, mentir descaradamente, sembrar la sospecha, expandir el odio, enconar la ira, forman la columna vertebral de sus métodos. Millones de ciudadanos decentes se van hundiendo en la mentira a medida que se aíslan en los canales de la indignación, donde se da razón a su vesania y se fomenta su certeza en la radicalización. Finalmente, todo es una conspiración donde no cabe sino el odio entre los polos creados de forma artificial e injustificada.

Una sociedad necesita un imaginario común, un cierto acuerdo a la hora de abordar la idea de las realidades sociales. Estas están constituidas por infinitos puntos de vista. Recuerdo haber escuchado a José Antonio Escootado definir la realidad como un infinito pormenor. Toda realidad, toda verdad, está constituida por ese infinito de micro verdades. La capacidad para navegar entre ese magma, admitiendo su posibilidad sin ira, es la clave que soporta a las sociedades en la riqueza de su pluralidad, el secreto de la verdadera democracia.

De otra manera no hay sociedad más allá de la uniformidad dogmática y allí, solo aguarda el totalitarismo.

Si no concebimos la posible existencia de realidades múltiples en su verdad. Si nos mostramos incapaces para aproximarnos al acontecer de las sociedades de una forma desapasionada, admitiendo que solo el conocimiento de los hechos y su ponderación crítica es la base para la convivencia, entonces será imposible el mantenimiento de la democracia.

Admitir, ciega y excluyentemente, que solo es verdad aquello que siento como verdad, es utilizar la fe para dirimir las cosas de este mundo. Es una regresión del pensamiento al tribalismo neolítico a pesar de toda nuestra tecnología. Lamentablemente, la era de la desinformación ha llegado y creo que lo ha hecho para quedarse, al menos el tiempo que la humanidad tarde en inmunizarse contra ella. Espero honestamente que no sea necesaria una catástrofe global para lograr tal estado.

La democracia enfrenta un ataque global contra sus valores básicos. La gigantesca agencia publicitaria montada en apenas veinte años se ha transformado en el caballo de Troya para todos aquellos que parecían haber sido apartados de la historia y cuya influencia social en las democracias era inexistente. Pocos lo vieron venir. La India, Brasil, EE. UU., España, el Reino Unido, Italia, Alemania, Francia, Holanda, …, países con una tradición democrática asentada ven peligrar su estabilidad acuciadas por una ola de polarización que parece indicar una especie de locura colectiva surgida por efecto de algún misterioso virus, de hecho, algo hay de eso, aunque el virus sea de naturaleza informática. Lamentablemente, en el centro de nuestra cultura hemos situado un tipo de comunicación cuyo objetivo no es la humanización, sino la manipulación del ser humano.

Cuanto más grande se hace el volumen de negocio más difícil resulta cambiar el modelo. La presión de los accionistas, los intereses en juego y los incentivos económicos ofrecidos a quienes diseñan las estrategias de seducción... todo impele al aumento de los ingresos trimestre tras trimestre. La tecnología se va a integrar más en las vidas de la humanidad, no va a ir a menos. La inteligencia artificial será cada vez más eficaz a la hora de hacernos mirar a las pantallas de nuestros dispositivos y estos a su vez más eficaces a la hora de proporcionarnos una experiencia más gratificante de su uso. El genio ha sido sacado de la botella y no volverá a meterse en ella por su propia voluntad.

Los grandes empresarios como Zuckerberg, incluso tecnólogos en nada sospechosos de estar integrados en el modelo de negocio actual, como Tristan Harris, exdirector de diseño ético de Google y cofundador del Center for Humane Technology, aseguran que hay que dar tiempo al desarrollo de una inteligencia artificial capaz de detectar falsas cuentas, derrumbar los muros de las cámaras de ecos, corregir el uso fraudulento de las redes, distinguir entre la conspiración y la verdad, discernir entre la realidad y la ficción.

Tal vez eso sea posible, pero cuesta creer que alguien sea capaz de crear los algoritmos de la verdad. ¿Acaso esa visión de la verdad, de la realidad, no estaría sesgada por la propia posición de quien la crea? De cualquier modo, de existir un super cerebro capaz de saberlo todo, ¿habríamos de admitir su autoridad? La dictadura de esa infalibilidad tecnológica, ¿no conllevaría la represión del disidente y de su libre e independiente visión del mundo? ¿No supondría igualmente el fin de la democracia? La idea de otorgar a las máquinas la posesión del saber, llevarlas a la categoría de supremo juez del mundo me aterroriza. Aunque reconozco que mi generación es ya parte del pasado.

Algunos especialistas parecen atisbar la posibilidad real de crear un «super cerebro global», capaz de contener a todas y cada una de las personas que componemos la humanidad. Cada uno de los usuarios conectados durante toda su vida a una realidad confeccionada específicamente a su medida, haciendo del mundo exterior una entidad insignificante. Es el universo imaginado por las hermanas Wachowski. La humanidad protegida de sí misma en el claustro de un gigantesco útero informático. El mundo de la perfecta felicidad, separado de los avatares de la naturaleza, de la realidad caótica y los de errores humanos. La humanidad sumida en un sueño de eterna felicidad, en el universo de aquellos maravillosos anuncios de Cocacola. The real thing... La chispa de la vida… Dios mío, me siento como un personaje de Aldous Huxley, reivindicando el derecho humano al sufrimiento y a equivocarse. Aun así, me pregunto quién tomaría la píldora roja.

 

NOTAS:

[1] En la actualidad, los 3.065 millones de usuarios que Facebook mantiene activos mensualmente, representan el 37% de la población mundial que, por cierto, pasa unas 20 horas al mes usando la red. Según el informe Digital 2024, elaborado por We Are Social y Meltwater, sobre tendencias y cambios globales del mundo digital, (Social Media, Mobile y E-commerce), en enero de 2024 éramos 5,44 mil millones de usuarios activos a nivel global. Un 5,6% más que en enero de 2023. De ellos, 39,7 millones pertenecen a España. Véase el informe en Digital 2024 - We Are Social Spain

[2] Martín-Barbero, Jesús. De los medios a las mediaciones. Comunicación, cultura y hegemonía, Barcelona: Gustavo Gili, 1993.

[3] Castells, Manuel. La era de la información: economía, sociedad y cultura, México: Siglo XXI, 1999, pág. 58.

[4] Existe la idea errónea de que las industrias tecnológicas de la información se dedican a vender los datos de sus usuarios. Esto es un error. ¿A quién le interesa vender lo que constituye la esencia de su monopolio? Existe, pero es una pequeña arte del negocio.

[5] Chamath Palihapitiya, exvicepresidente de crecimiento de Facebook, es reconocido por haber ideado algunas de las fórmulas que hicieron crecer Facebook a una velocidad increíble y que se han convertido en el manual básico de Silicón Valley a la hora de captar usuarios. De hecho, tras cuatro años trabajando en Facebook, la red había pasado de 50 a 1.000 millones de usuarios. Su forma de trabajo era hacer experimentos constantes con los usuarios al objeto de descubrir formas de conseguir que hicieran lo que la empresa necesitara. Eran los llamados «large-scale contagion experiments», (experimentos de contagio a gran escala). Estos experimentos dieron como conclusión que podían hacer actuar al usuario en beneficio de la red sin que este se percatarse de haber sido inducido a ello. Lo más increíble era que el usuario así condicionado niega su adicción a la pantalla y considera sus acciones plenamente conscientes, producto de elecciones volitivas.

[6] Algoritmo es una palabra acuñada en honor del matemático, astrónomo y geógrafo Muhammad ibn Musa al-Khwarizmi (783-850) autor del tratado al-Kitāb al-mukhtaṣar fī ḥisāb al-ŷabr wa-l-muqābala, (El libro breve sobre cálculo y comparación de álgebra), que permite considerarlo padre del álgebra. Asumiendo el riesgo de simplificar la cuestión en demasía, un algoritmo se puede definir como un conjunto de instrucciones que describen la secuencia de acciones necesarias y suficientes para resolver un problema específico. A menudo, es un ordenador quien actúa como intérprete de dichas acciones, pero el concepto de algoritmo no se refiere necesariamente a programas informáticos. Por ejemplo, una receta que describa claramente la secuencia de acciones necesarias y suficientes para preparar un plato también es un algoritmo, en cuyo caso el intérprete de las acciones es el cocinero. Los algoritmos computacionales, esencialmente, describen la secuencia de acciones necesarias y suficientes para que el ordenador transforme datos de entrada en datos de salida.

[7] El laboratorio comenzó conociéndose como el Stanford Persuasive Technology Lab, (Laboratorio de Tecnología Persuasiva de Stanford) y, posteriormente, fue denominado Stanford Captology Lab, (Laboratorio de Captología de Stanford). El término, «captology», acabó resultando demasiado sectario y fue cambiado más tarde por el de «behaviour design», (diseño de la conducta), que sonaba menos proselitista. Véase: https://behaviordesign.stanford.edu/

[8] El libro fue editado en Boston por Houghton Mifflin Harcourt en 2020 y más tarde traducido al español por Antonio P. Molla Valle, Hábitos mínimos: Pequeños cambios que lo transforman todo (Crecimiento personal), Barcelona: Urano, 2021.

[9] Figuras clave en el desarrollo de empresas como Facebook pasaron por el famoso laboratorio de Fogg y allí aprendieron a trasmutar la tecnología en «captación». Uno de esos alumnos se llamaba Mike Krieger, el mismo que años después creó Instagram, creada en principio para compartir fotos. Poco después, Zuckerberg la compró por 1.000 millones de dólares. Fogg señala que: «Se podría decir que si yo no hubiera dado esa clase [Instagram] podría no haber sucedido nunca». Lo cierto es que, cuando Krieger concibió su proyecto, Fogg impartía una lección sobre cómo los teléfonos móviles del futuro conseguirían «captarnos». Uno de los ejercicios que pidió a sus alumnos fue imaginar cómo serían compartidas las fotos. «Creo que el modelo fue su inspiración para Instagram años después», señala Fogg. Por su laboratorio pasaron, entre otras muchas, personalidades como Akshay Kothari, en la actualidad responsable de LinkedIn en India. Cristina Cordova, que ahora trabaja para la exitosa plataforma de pagos, Stripe. También cabe citar a Ramit Sethi, el evangelista de la tecnología persuasiva, el mismo que ha vendido centenares de miles de volúmenes de su obra, Te enseñaré a ser rico: Sin sentimiento de culpabilidad, sin excusas, sin tonterías (Ediciones Obelisco, 2023). En el libro se asegura que la proeza puede hacerse «simplemente con un programa de seis semanas de duración», todo un logro por el cual se ha ganado el sobrenombre de «millionaire maker», del cual se siente muy orgulloso.

[10] Para evitar que el usuario permanezca inactivo el sistema usa las notificaciones como incitación. Si no se economizan, como ocurre en el caso de los adolescentes, pueden llegar a recibirse cada cinco minutos, lo cual, de atenderlas, garantiza su presencia en red todo el día. Incluso durante la noche se irán acumulando para despertar al día siguiente con un déficit de contestaciones e iniciar el día enganchado. Por ejemplo, una de las incitaciones más eficaces entre los adolescentes resulta ser el etiquetado de fotos. Los jóvenes se etiquetan en ellas todo el día. La notificación no contiene la foto. ¿Cómo puede un adolescente ignorar el evento? La curiosidad, la vanidad y el aprecio o el desprecio hacia el emisor, forman la fuerza de la incitación. El receptor a su vez realizará su comentario, lo enviará al emisor de la etiqueta y permanecerá pendiente de una posible respuesta.

[11] Shoshana Zuboff, profesora emérita de la Harvard Business School, es autora del libro: The Age for Surveillance Capitalism. The Fight for a Human Future at the New Frontier of Power, (PublicAffairs, 2019). Publicado en España según la traducción de Albino Santos. La era del capitalismo de vigilancia. La lucha por un futuro humano en la nueva frontera del poder, Madrid: Paidós, 2020. En esta obra afirma la existencia de un nuevo tipo de mercado que denomina «mercados de futuros conductuales». En este mercado, las empresas tecnológicas reclaman la propiedad de la información sobre la vida privada de sus usuarios. Tal vez no de iure, pero, de facto, son libres de acceder a ella y usarla con muy poca restricción por parte de las leyes y de los propios ciudadanos. El peligro de lo que la autora denomina «capitalismo de vigilancia» es, a su juicio la reivindicación de la vida humana como «materia prima» para sus «fábricas de datos». La tecnología de la información ha sido construida contemplando a los seres humanos como objetos de mercancía al servicio de intereses comerciales. Es la biografía de las personas, el conocimiento de su entorno y sus hábitos, lo que acaba siendo utilizado para lograr el interés de los anunciantes. Nadie controla a las empresas, mientras ellas tienen el poder de observar e influir en el pensamiento y en el comportamiento de todos. Nadie paga al usuario, aunque ponga su tiempo a disposición de una empresa, ni siquiera se reconoce su participación como elemento dentro del ciclo de consumo. En todo caso, su único pago es el placer experimentado en el mismo proceso de manipulación. Un dedito hacia arriba, un vídeo, un «me gusta», una noticia, una conversación con un amigo, o un momento intenso de odio, ira o indignación. Tal vez deberíamos hacer cuentas, tal vez pagar por cada uno de estos servicios nos saldría más rentable.

[12] La traducción es mía. El texto original en inglés, dice: «We are proud of the work we did over the years around Persuasive Technology and while our work has moved away from this arena, we hope anyone looking to design persuasive technologies will review the work we have done on ethics and focus their research and efforts on positive change and helping people succeed and feel successful at doing what they already want to do». Véase en la página oficial del Stanford Behavior Design Lab: https://behaviordesign.stanford.edu/

[13] Entre sus proyectos más entusiastas está el Peace Innovation Lab, perteneciente también a la Universidad de Stanford, donde se analiza las formas en que comportamientos y percepciones sociales potenciados por la tecnología están promoviendo nuevas soluciones para alcanzar la paz mundial. Véase la página oficial del laboratorio en: https://www.peaceinnovation.stanford.edu/about-pil

[14] Según la OMS, en 2019, el suicidio fue la cuarta causa de defunción en el grupo etario de 15 a 29 años en todo el mundo. Véase la página https://www.who.int/es/news-room/fact-sheets/detail/suicide Según el Informe sobre la evolución del suicidio en España en la población infantojuvenil (2000-2021), dirigido por Alejandro de la Torre, investigador principal del Grupo de Investigación en Epidemiología Psiquiátrica y Salud Mental de la Universidad Complutense de Madrid e investigadores del CIBERSAM. El suicidio es la primera causa de muerte en adolescentes y jóvenes de entre 12 y 29 años. Véase: https://consaludmental.org/centro-documentacion/evolucion-suicidio-infantojuvenil-2020-2021/

[15] Fernando Alberca, uno de nuestros más acreditados expertos en temas relacionados con la enseñanza, señala que todo cuanto se refiere a los discentes cambió tras la irrupción de la primera generación digital. En los años 80, el alumno medio de entre 10 a 15 años podía realizar un trabajo intelectual entre 15 y 20 minutos sin desconcentrarse. En los 90, la desconcentración aparecía a los 8 minutos y en los 2000, al minuto. En 2023, no logran llegar más allá de 25 segundos, lo cual coincide con el tiempo que demora enviar y leer los mensajes en las redes sociales. «La razón [afirma Alberca] está en que el alumno está acostumbrado a estímulos visuales y auditivos mucho más atractivos de los que se ofrecen en un aula y, por tanto, ha desarrollado un desinterés creciente por los estímulos menos llamativos, intensos, veloces y directos. Se ha acostumbrado a reaccionar a sensaciones de sus sentidos, más que a reflexionar. Atiende a lo brusco o muy llamativo. Desatiende a lo sereno, pausado, a la explicación. Por eso pierde motivación». Véase: https://www.ateleus.com/la-merma-de-la-concentracion-en-el-aula-se-hace-patente-por-el-abuso-de-las-tic/

[16] Jaron Lanier, Ten Arguments for Deleting your Social Media Accounts Right Now, New York: Henry Holt and Co., 2018. Traducción al castellano de Marcos Pérez Sánchez. Diez razones para borrar tus redes sociales de inmediato, Madrid: Debate, 2018.

[17] Jonathan Haidt, The Righteous Mind: Why Good People are Divided by Politics and Religion. 2013. El libro ha sido traducido al español por Antonio García Maldonado. La mente de los justos: Por qué la política y la religión dividen a la gente sensata, Barcelona: Deusto, 2019.

[18] Véase la ya citada página https://behaviordesign.stanford.edu/

[19] El término «the fedd», «el alimentado» en inglés, hace referencia al espacio reservado en un sitio web para proveer a usuarios con ideas afines de contenidos acordes con sus puntos de vista. En el «fedd» es posible consumir contenido vertido por otras personas u obtenido de páginas a las que se sigue. El «fedd» se actualiza constantemente a medida que se publican nuevos contenidos, constituye por tanto un flujo continuo.

[20] La «cámara de eco» es un entorno mediático en el que los participantes encuentran materiales argumentativos que refuerzan sus ideas y creencias mediante su comunicación dentro de un sistema cerrado a toda posibilidad de crítica o refutación. En la Web, esto es debido al impenetrable tapón de filtros que los algoritmos acaban generando para seleccionar contenidos de interés para el grupo de participantes, creándose así un sesgo de confirmación permanente. Las «cámaras de eco» están claramente relacionadas con los fenómenos de polarización social, los extremismos políticos, el supremacismo racial y el fundamentalismo religioso y el terrorismo. Por otro lado, sin llegar a esos extremos, al limitar la exposición de los individuos a la diversidad de perspectivas y favorecer el pensamiento endogámico de ideologías asumidas con antelación, constituyen un evidente empobrecimiento intelectual.

[21] El caso del famoso Pizzagate es paradigmático en este sentido. Nadie sabe cómo apareció la idea en Internet, ni de dónde vino. La cosa era que se difundió en las redes la descabellada idea de que pedir una pizza en determinadas condiciones y en determinados establecimientos, implicaba demandar servicios provenientes de la explotación y tráfico de personas, incluidos niños. El número de los grupos seguidores de esta falsa noticia creció y junto con ese aumento el motor de recomendaciones de Facebook comenzó a sugerir cada vez más a sus usuarios contenidos referidos a este tema. «Conspiranoicos» de todo tipo entraron de lleno en los «feed» del Pizzagate. Al final todo acabó con un hombre detenido cuando irrumpió armado en una pizzería para liberar a los niños encerrados en el sótano, del que, por cierto, ni siquiera disponía el local.

[22] Los rohinyás son un grupo étnico musulmán de Myanmar que desde 2017 fue objeto, según la ONU, de una limpieza étnica por parte de las autoridades birmanas, quienes obligaron a la mayoría de sus integrantes a refugiarse en la vecina Bangladés. Antes de 2017 vivían aproximadamente un millón de rohinyás en el estado de Rakáin (antiguamente Arakan). A mediados de 2018 solo quedaban 300.000.

[23] El Kremlin está desencadenando operaciones de desinformación promovidas desde plataformas de redes sociales ucranianas. Estas operaciones ofrecen una excelente oportunidad para estudiar los métodos seguidos en estas amenazas. Las campañas «doppelganger» en Ucrania utilizaron los llamados canales «durmientes» en las redes sociales. Después de pasar meses simulando ser canales pro-ucranianos para lograr su confianza de los usuarios, comenzaron a difundir información favorable a Rusia. El canal Morning Dagestan de Telegram, que el mismísimo U.S. Departament of Justice había etiquetado como antirruso, es el ejemplo más conocido de uno de estos canales «durmientes». Fuente: U.S. Departament of Justice, Office of Publics Affair: https://www.justice.gov/opa/pr/justice-department-disrupts-covert-russian-government-sponsored-foreign-malign-influence En la misma plataforma puede verse también: https://www.justice.gov/d9/2024-09/doppelganger_affidavit_9.4.24.pdf

 

 

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